Qué dados
somos en este país para legislar. Pretendemos controlarlo todo y así nos va. A
este paso acabaremos por marcar directrices hasta para ir a mear. Tenemos leyes
para cualquier cosa. Tantas que nos sobran. Mejor, tantas que ni le prestamos
el más mínimo caso. Aunque digan los doctos en la materia que el
desconocimiento no te exime de responsabilidad, lo cierto es que esta maraña de
disposiciones lo único que consigue es confundirnos cada vez más. Y como además
la picaresca siempre irá por delante de cualquier iniciativa del legislador,
más negro me lo fiáis
Ante la
triste situación actual en la que los casos de corrupción afloran como setas
tras un periodo de lluvias, se elevan voces que señalan como único remedio una
ley de transparencia. Por ahí lo veo siempre escrito con mayúscula, pero no me
convencen determinados formulismos. Porque el que nace golfo muere golfo. Como
mínimo, porque lo normal es que el calificativo vaya en aumento. Y no queda la
política exenta de tales avatares. Es más, es utilizada por esos energúmenos
como trampolín para seguir con sus fechorías. Por lo que debo darle la razón de
la manera más absoluta al amigo Antonillo, componente desde sus inicios de la Agrupación Folclórica
de Higa (esto sí lo pongo con letra mayúscula), quien no se baja del burro a la
hora de declarar solemnemente que el que nace lechón se muere cochino.
Hay una
componente de moralidad, de ética, de buenas costumbres, de civismo o como
quieras denominarlo, que no la soslaya ley o precepto alguno. Y tampoco depende
de la preparación que puedan ostentar los cargos públicos. Es un sello que va
adherido al documento nacional de identidad. Y el porcentaje de pegamento
utilizado es el que confiere el grado de honradez, o no, del presunto. Algunos
lo tienen más débil que cualquier post-it
al uso. Se caen de nada. Y luego llega la tentación. Que es sumamente golosa. Y
después cae algún billete. Y dinero llama dinero. Y el pez grande se come al
chico. Y rueda cual bola de nieve. Y…
No confío en
que deba ser una ley la que marque la honorabilidad de las personas que ocupen
cargos públicos, cargos políticos, cargos de responsabilidad desde lo que deben
administrar los dineros de nuestros impuestos. No digo que estas otras
cuestiones deben ser controladas desde los dictados del alma, porque mi
religiosidad es más escasa que la leche que nos da una vaca seca.
He leído por
ahí que esa futura ley de transparencia, acceso a la información pública y buen
gobierno establecería una serie de principios éticos generales y también de
obligaciones concretas para los miembros del Gobierno, los altos cargos de la Administración General
del Estado y de las entidades del sector público estatal. Es decir esta norma
obligaría a los políticos a informar en qué gastan el dinero público y permitiría
a los ciudadanos consultar a través de una web las subvenciones, los contratos
o los sueldos de los cargos públicos, así como solicitar más información.
Del párrafo
anterior colijo el manido ‘leche cacharro’. Porque esa pretendida apertura a
esa información no tiene nada de particular ni novedoso. Parece que nos
olvidamos de que en las instituciones ya existe un órgano fiscalizador (la Intervención) que
lleva el control de la gestión económica. Y el problema no está ahí, sino en
los senderos sinuosos que no suelen reflejarse salvo en fotocopias de
fotocopias. Ya ustedes me entienden.
En varios de
los estados que conforman el territorio que preside Obama existe la pena de
muerte. Parece que debería ser una medida coercitiva, o al menos disuasoria.
Pues no atisbo que los índices de delincuencia sean menores en esos lugares.
Está claro que el que roba (con o sin razones supuestamente justificadas) lo
seguirá haciendo por muchas veces que lo detenga la policía y lo presenten ante
un juez. Es más, a cada infracción cometida irá incrementando sus conocimientos
legales y fundamentando su bagaje ‘cultural’, que acabará por constituirse en
su principal abogado defensor.
Y los
políticos, como fiel reflejo de una sociedad en la que no brillan los valores,
no se hallan libres de que en el conjunto existan garbanzos negros. Para los
que tenemos, sin ningún género de dudas, elementos suficientes como para acabar
con ellos, exterminarlos. Pero como el resto, la inmensa mayoría, se muestra
condescendiente y no duda en correr tupidos velos, por lo que, con sus apatía y
desgana, consiente actitudes y deslices. No hay voluntad de acabar con el
problema, con extirparlo de raíz. Y ese problema no se arregla con dictar más y
más leyes que solo enredan la madeja convirtiéndola en un galimatías de muy
complicada digestión.
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