Eso, colaboración con la justicia. Con esa misma que lo
había enchironado por riesgo de fuga. Que se volatizó al segundo siguiente de
haber disparado la munición inicial. Porque queda más, mucho más. Lo de Gaza,
Líbano y Ucrania, meros fuegos de artificio. De esta no se libra ni el Tato. La
Fiscalía Anticorrupción exoneró al presunto delincuente –qué son apenas 180
millones defraudados ante Hacienda por componendas volátiles, a saber ventas
ficticias de combustibles– por acusar a siniestro. Para lo que estuvo bien
diestro. Sin importar que las dianas fueran otras. Permutamos gasolina por
mascarillas y no pasa nada. Nueva ley de la compensación o del trueque.
Que yo lo valgo, se autoconvenció nuestro superhéroe. Debió
soñar en diversas ocasiones con Mortadelo. Y sintiose agente de la T.I.A. Un
Técnico de Investigación Aeroterráqueo tan especial que ni Paco Ibáñez lo
hubiese retratado mejor. Fantasma, fantoche, farruco, fachento, farfullero…
Imagina que te detienen por haber robado una piña de
plátanos en un aciago día que se te ocurrió llevar algo de alimento a tus
hijos. Pues los pobres sufrían las consecuencias de unas desgracias familiares
en el mercado laboral. Y un juez te catalogó de elemento peligroso por lo que
ordenó el ingreso en prisión. Y allí, en la soledad de aquellas cuatro paredes,
reflexionaste e hiciste propósito de la enmienda. Porque tu abogado (de oficio,
claro) te comunicó que también estabas implicado en un robo posterior de dos
calabazas en otra finca colindante. Y te aconsejó que era mejor colaborar con
este otro magistrado. Sí, que ya este segundo llevaba puñetas en sus mangas. Que
una insignia dorada es mucho más que otra plateada.
Y solicitaste comparecer voluntariamente para declarar. Y lo
hiciste de puta madre. Expresión coloquial para mejor entendimiento. Y a medida
de que te acordabas de cuanto bicho viviente pasaba por tu imaginación, el
desahogo era más que evidente. Exoneraste a Judas y cargaste inmisericorde
contra un tal Jesús. Te lavaste las manos y tu conciencia se liberó. Se
olvidaron de los plátanos y saliste por la puerta grande. Una limusina te
devolvió a la tranquilidad del hogar donde te recibieron con una estruendosa
salva de aplausos. Con otro milagro añadido: la mesa se hallaba repleta de ricas
viandas; ni plátanos guisados ni calabazas hervidas…
Creía uno –qué iluso– que la justicia era igual para todos.
Que no valían las componendas. Que los encargados de administrarla eran
ecuánimes. Pero son ya tantos los ejemplos a
contrario sensu que se nos hace muy difícil confiar en ella. Máxime cuando
el descrédito procede de actuaciones que rayan la arbitrariedad de quienes se dicen
independientes y neutrales, pero cada vez con sesgos políticos más que
evidentes. Con apegos que rayan la indecencia.
¿Tenía razón aquel que dijo que la justicia era un
cachondeo? La primera impresión es que sí. ¿Y la segunda? También. Menos mal que
yo aporté unas cinco pesetas a la Santa Infancia cuando estuve en la escuela de
don Andrés en La Longuera, amén de cantar el Viva España y el Cara al Sol los
sábados por la mañana después de dibujar la Santa Cruz y escribir, al dictado,
el Evangelio del día siguiente en el que había que cumplir con el sagrado
precepto dominical: la Santa Misa. Con lo cual debo estar eximido, y con
creces, de tránsitos por juzgados y reclusiones en lúgubres aposentos.
Así sea. Amén.
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