La mayoría de
los que acceden a este blog puede ser encuadrada en el capítulo de jóvenes. Entiéndase
por tal a toda persona menor de sesenta y seis años. Y, por lo tanto, ese raro
sustantivo que da título al presente comentario puede que le suene extraño. Pero
los que fuimos asiduos viajeros de aquellas guaguas rojas de Hernández
Hermanos, y más tarde de Transportes de Tenerife, sabemos perfectamente a quién
nos estamos refiriendo.
Ahora da
gusto subirse a uno de estos vehículos de transporte colectivo. Asientos
cómodos, aire acondicionado, un aparato en el que usted debe introducir el bono
correspondiente (y si no, un amable conductor-cobrador que te expende el tique
correspondiente a tu trayecto) y unos botones para pulsar y avisar para apearte
en la parada siguiente, algo que se refleja en una pantalla con el pertinente
aviso sonoro.
De vez en
cuando sube otro personaje para comprobar si todos los pasajeros cumplen con la
normativa vigente y han apoquinado el importe de rigor. Es el revisor
(terminología moderna).
Décadas atrás
(no tantas, no te vayas a creer) todo era mucho más rústico, más casero. Las
guaguas (como esta de la ilustración en la parada de San Agustín, junto al
surtidor de Benito) no solían brillar por su limpieza. Los cristales de las
ventanillas disponían de un extraño sistema (apretar y subir un fisco) para que
nos entrara el aire en los días de calor excesivo. Que también los había. Salvo
que los de atrás se quejaran.
Pero lo más
característico, quizás, era el timbre. Una campanilla ubicada en lo alto del
conductor (antes, chófer) era accionada a través de una cuerda (cuando se
rompía se le ataba un cacho de cable o verga de platanera) que recorría por el
pasillo central todo el largo del medio de transporte. Como los antiguos éramos
más fuertes (se puede traducir por brutos) que los modernos, era frecuente que
el artilugio estuviera desarmado.
Las guaguas
llevaban conductor y cobrador. Este último, con una enorme cartera de cuero,
era un equilibrista nato. Lo más, arrimaba el culo al asiento, y dispensaba
tiques a mansalva. Y como había menos coches particulares, los llenazos eran
frecuentes. Había que apretarse (los aprovechados hicieron su agosto con toques
y aproximaciones indebidas) para que cupieran todos. Raro era que se dejara a alguien
en la parada. Siempre había hueco. Y dado que la apertura de puertas no era
automática sino manual, bajarse antes de que el armatoste se detuviese
totalmente significaba el no va más. Más de uno que intentó hacerlo en sentido
contrario a la marcha de la guagua, se dio fuerte costalazo.
Hace unos
días leí en Facebook que una joven puso en su muro lo siguiente: “Esto de estar
en la guagua y el ticador te mire y te eche una de sus mejores sonrisas…”. Eso
se lo oyó a los padres, pensé. Como no suelo utilizar ya ese transporte, ignoro
si los ticadores de ahora son como los de antes. Con aquella pinza metálica que
te estampaba un par de agujeros (como las que se usan para agujerear los cintos
o las de hacer ojales) en el tique, mientras comprobaba si su numeración
coincidía con el estadillo que obraba en su poder. Recuerdo a uno que quiso
hacerse el gracioso y aprovechó un tique encontrado en el suelo de la guagua
(sin picar), por lo que pudo engañar al cobrador. Dado que el trayecto era
corto (pongamos El Toscal-Los Barros), creyó podría escapar. Pero se subió el
ticador en El Castillo y alcanzó palique acentuado, al tiempo que el cándido
cobrador obtuvo también la fufa de rigor.
Los ticadores
eran serios e imponían respeto. La profesión lo requería. Bien diferentes a los
dicharacheros cobradores. Solían tener itinerarios fijos. Lo que al final se
traducía en una familiaridad total. No hacía falta indicarle el lugar de
destino. Era un hábito, igualmente, usar el mismo asiento. En fin, qué te voy a
contar de aquella primitiva guagua de La Dehesa. Lanzada por una
carretera estrecha y que consiguió durante muchos años que coches y motos
mostraran todas sus precauciones, y más, por si se la encontraban en
determinadas curvas. Mi padre fue uno que cuando utilizó la moto miraba siempre
el reloj para no encontrársela antes de llegar al Salto del Barranco, rumbo al
empaquetado de San Pablo en La
Orotava.
Vaya, pues,
en esta semana (ya queda menos) de descanso ‘político’, mi reconocimiento a
estos pioneros. Qué fácil es valorar todo lo moderno sin poner en valor el
trabajo de los que fueron sentando cimientos para que el edificio se
consolidase.
Se admiten
comentarios de vivencias. A buen seguro que las habrá, y a cientos.
Hasta mañana.
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