viernes, 27 de noviembre de 2015

Juan

No me preguntes el porqué. Ni yo lo sé. Pero ayer tarde me acordé de este cuento. Que tuvo su premio años ha. Y que refleja mi Navidad. Inevitable. Fue, incluso, publicado en Potajito de cuentos. No me preguntes el porqué, pero me apetece compartirlo. Sé que te vas a sentir triste, y de verdad que lo siento. Pero concédeme el derecho a sumergirme en sentimientos. Y en vivencias de un pasado que sigue presente. Ni siquiera te voy a reprochar si no llegas al final. Porque hoy tu lectura no puede ser apresurada. Y te voy a restar un fisco más grande de tu bien preciado tiempo. Lo siento. Pero aun así, allá va:

Juan, medio esrengado de tanto sachar, de jociquiar tierra un día sí y el otro también, dejó la guataca espichada en el suelo, y depositó sus posaderas en aquella pared de tosca. Secó el molesto sudor que corría por su amplia frente con el revés de la manga izquierda de su camisa. Por el derecho era imposible. Soportaba la mierda de una semana de trabajo. Metió su mano derecha en el bolsillo izquierdo de los calzones y sacó los Flor de Fuentes. Tomó un cigarro con los encallecidos y atrofiados pulgar e índice de su mano izquierda y signó sus huellas digitales en el amarillento papel. El sin filtro quedó marcado per sécula. Hurgó en el bolsillo pequeño en el de las perras; ¿perras, dije?  y encontró el chisme de petróleo. Lo accionó tres o cuatro veces. De aquel cacho de lana surgió una tenue llamarada y una inmensa humareda. Al instante, un raro aroma, mezcla de tabaco rancio y envoltorio encachasado, se fundía con el olor de los campos humedecidos.
Juan jaló con toda su alma y llenó sus pulmones de nicotina y alquitrán. Tráquea, bronquios, bronquiolos y alvéolos recibieron tremenda bocanada de aire impuro. Tan acostumbrado a mamar naturaleza, sintió un gran alivio. Se contaminó interiormente y creyó flotar. Respiró un par de caladas más y alzó la vista.
Juan pudo contemplar el Teide, allá arriba, asomando el pico a través de la cordillera. Blanco, pleno de esplendor y armonía. Gigante, esbelto, maravilloso. Penachos de algodón cubrían la cima, flotando en equilibrios increíbles.
Juan era un profundo desconocedor de las bellezas. Ignoraba casi todo. Sólo sabía sacar productos de la tierra con la ayuda de sus manos. Sólo estaba al tanto de huertas verdes, salpicadas de flores de mil colores. Sólo mirar el horizonte por si venía el agua por la mar. Sólo pensar, cuando los tremendos remiendos que marcaban su trasero iban conformando aquella piedra seca que le servía de asiento. Sólo percibir que su culo iba quedando mejor acomodado. Sólo disfrutar de un cigarro de vez en cuando. Sólo observar el majestuoso vuelo del cernícalo. Sólo trabajar. Sólo trabajar. Sólo trabajar...
Juan miró ahora la guataca. Compañera de fatigas y sinsabores. De aguaceros de La Palma y de vientos del Sur. De granizos, de cigarrones y de la lagarta. Aspiró  profundamente de aquel resto que pendía pegado al labio inferior. Que rendía pleitesía y reverencia cada vez que mascullaba algo entre dientes.
Juan no sabía hablar gran cosa. Pero charlaba consigo mismo. Con su sombra. Y sostenía largas e interesantes conversas con las papas. A las que contaba su vida una y otra vez. Y éstas repasaban con él cosechas de años idos para siempre. Caras, bonitas, negras, quineguas y autodates... Batatas, boniatos... Bubangos, calabazas, pantanas y chayotas... Zanahorias, lechugas, acelgas y espinacas... Algodones, tomateros... Flor de pascua, en las orillas; roja, profundamente roja, elegantemente roja, rabiosamente roja... Idéntico color al de la nariz de Juan, cuando con las primeras luces del día traspasaba la vieja puerta de tea del casucho y se dirigía a su labor de costumbre.
Juan agarró de nuevo el chisme. Repitió la operación y prendió aquel resto insignificante. Algún pelo del bigote cayó chamuscado en la intentona. El papel, envoltorio de tabaco casi inexistente, soltó una leve llama. Pero suficiente para escaldar. Sopló con ganas. Resopló. Estaba bien agarrado. Se quemó los bezos. Agarró la guataca. Encorvó la espalda y terminó aquel surco. Se dio la vuelta. Viró el culo hacia el poniente y comenzó el camino de vuelta. Y así, una y otra vez; siempre.
Juan sintió un ligero tintineo bajo la acción de la herramienta. Piedras, pensó, más piedras. Nuevo golpe. Nueva musiquilla, no producida por la tierra. Vaya si lo sabía él. Analfabeto de cultura empaquetada, pero doctor especialista en ruidos del campo.
Juan se agachó. Más aún. Allí brillaba algo. Lo tomó entre sus manos. Sin delicadeza, porque la desconocía, pero con la misma ternura que acariciaba el instrumento de trabajo cada día. Aquel objeto no le era familiar. Su mente se turbó. Fueron apenas unos segundos. Miró el camellón y prosiguió la tarea. En el bolsillo de atrás, en el del pañuelo, algo sin nombre le molestaba. Al agacharse. Claro, siempre. Pero siguió hasta el final.
Juan se irguió. Miró al Teide una vez más. ¿Cuántas? Y quiso ver algo raro. Se le antojó una estrella. ¿De día? Se quitó el sombrero y se rascó la coronilla. ¡Coño, aquello se movió! Casi instintivamente se tentó el bolsillo de atrás. Allí seguía. Se sintió raro. No, no era un día normal. Volvió a su piedra para meditar. E hizo lo consabido. En su mano derecha, cerrada a cal y canto, aquella cosa extraña.
Juan se inquietó. La tosca, que tanto bien le proporcionaba, parecía otra. Creía no caber en el hueco labrado por la misma acción a través de días interminables. ¿Cuántas cosechas? Una repentina sombra cubrió el terreno. De la cumbre al mar. De arriba abajo. Se removió en el asiento. La guataca, a su lado. Ya no sudaba. Sintió frío. Se volvió a sentir raro. Tantos años, tantas sensaciones. No, seguro, era algo inédito.
Juan se acordó de aquel dichoso eclipse. Él, que no sabía de radios y partes meteorológicos, que contemplaba sol y luna, allá arriba, día y noche, noche y día, que ignoraba movimientos de traslación y rotación, que jamás había oído teorías copernicanas, se asustó en ese día. Se dio cuenta de que los animales se mostraban inquietos. Que las gallinas subieron al palo a media mañana y el gallo cantó con el orgullo de siempre. Que los perros olfateaban sin motivo aparente. Y cuando el mundo comenzó a oscurecerse, creyó que por el horizonte el cielo se rajaba...
Juan se encerró en el chozo. Encendió el quinqué y esperó pacientemente. Un día tendría que acabarse todo. Por su mente pasaron nítidos los recuerdos de cuando murió Lirio, aquel perro negro que tanta y buena compañía le hizo. En la remembranza de las convulsiones del pobre animal quiso percibir su final. Y recapituló en un minuto mil secuencias de una vida apegada a la tierra, a su tierra, a la que le serviría de última morada...
Juan no se sintió aliviado cuando alguien quiso explicarle aquel fenómeno natural. Y de aviones que soltaban humo por el rabo. No concibió que él estuviese flotando como una brizna de algodón que se desprende de la mata. Y ahora quiso percibir sensaciones parecidas. Cogió la cosa rara, la miró nuevamente y convencido de no haber visto nunca jamás algo parecido, la arrojó bien lejos. Lo hizo como cuando debía tirar piedras a los mirlos que pretendían comerse sus tomates. Y hasta más allá de las lindes del muro. Y debió caer entre algunas piedras, porque quiso escuchar el mismo tintineo que cuando la encontró. En la huerta que acumulaba los despojos de sus cultivos. Y que le servían de abono pasados los días.
Juan respiró hondo. Encendió otro Flor de Fuentes. Tengo que ponerle otro cacho de mecha, pensó; está ajumando mucho. Era sólo media tarde. Restaba aún un par de horas de sol. Pero nuestro hombre se sintió mal. Tengo el cuerpo esvaido, se dijo. Negros nubarrones se signaban allá donde la silueta de La Palma se mostraba nítida. Allá arriba, sobre la cúpula del Teide, un imponente sombrero se había formado. Mucho más grande que el de otras veces.
Juan sintió frío. Y creyó ver otra vez aquella luz. Sus ásperas manos se aferraron al cabo de la guataca. La echó al hombro y se encaminó a casa. Era temprano para él, pero se sentía incapaz de proseguir con la faena. Mañana será otro día. Paró un segundo en la venta de Siño Manuel y repitió la medicina mañanera. Aquel trago de caña le quemó como nunca el gaznate. Lo que fue bálsamo durante infinitas madrugadas, no le supo igual en la presente ocasión. El ventero quiso atisbar síntomas de debilidad en aquel cuerpo, pero nada dijo. Y nada le dijo.
Juan se lavó las patas y se tumbó en el catre. El sombrero, sobre los ojos, le servía de improvisada cortina cuando la tarde moría. Quiso encender otro cigarro, pero no se sintió con el ánimo suficiente. Juan tiritaba. Pero su cuerpo ardía. Más por dentro que por fuera. Y se durmió.
Juan no se percató de que esa noche llovió. De manera inusitada. Los barrancos corrieron. Ingentes cantidades de agua fueron hacia la mar. En las cumbres nevó. Mucho. Algunos creyeron ver, en medio de la tormenta, cómo una extraña luz surcaba el cielo. Desde El Teide hasta los pedazos de tierra de Juan. Pero los más se fueron a la cama creyendo en extraños sortilegios y en alucinaciones diversas. Las tinieblas de la noche se cortocircuitaron hasta la madrugada. Y cruzaron veloces lenguas de fuego por el infinito. Las compuertas del cielo permanecieron abiertas hasta el alba.
Juan no se levantó como cada mañana. Los vecinos más cercanos los menos se extrañaron. El día se mostraba radiante. La mar, de un intenso azul, dibujaba allá en el infinito una línea perfecta que delimitaba a otro azul más claro. Pero no menos bello. Arriba, un blanco perfecto. Brillante. Esplendoroso. El sol, que se alzaba majestuoso, hacía permanentes guiños en millones de gotas de laderas y barrancos. Y sus rayos se colaban por las ramas de los árboles en destellos multiformes. Idílico paisaje. Postal navideña.
Juan, a media mañana, no había dado señales de vida. Los vecinos cercanos algunos más iniciaron comentarios acerca del particular. Ni siquiera fechas tan singulares le habían hecho cambiar de actitud. Cada día era laborable. Acudía siempre, sin excepción alguna, al campo, a su campo, a su tierra. También, cómo no, en Navidad. Y ahora faltaba a la cita. No era normal, no. Unos fueron a sus huertas. Otros, a su choza. Los primeros se extrañaron porque nunca antes habían visto aquella elegante araucaria. Que mostraba en su parte más alta un extraño objeto reluciente. Que tenía forma de estrella. Y que mostraba su porte orgulloso en medio de unos terrenos perfectamente preparados para recibir la simiente. Los segundos tocaron con insistencia en la vieja puerta de tea. Que cedió al no tener puesta la tranca de siempre. “¡Qué raro!”, murmuró una señora mayor.
Juan no respondió. Alguien, temeroso, tembloroso, accedió al cuarto. Sobre el jergón, yacía Juan. Yerto, frío, muy frío. Sus manos, grandes y salpicadas de callos y restos de tierra de su tierra, la una sobre la otra. Y ambas sobre su pecho. El sombrero le tapaba la parte superior de la cara. Ese alguien se lo quitó. Tenía los ojos abiertos, bien abiertos. Parecía mirar algo. Su faz denotaba sorpresa. Daba la impresión de estar contemplando algo que le agradaba. Otro alguien lo tapó con una vieja manta. Pero jamás entraría en calor.
Juan se durmió para siempre sin saber que se sintió mal un 24 de diciembre. Fue su última Nochebuena. Pero viéndolo allí, en el catre de siempre, se diría que estaba feliz. Donde quiera que hubiese ido en esa noche, debió pasarlo bien. Lo que en esa noche le aconteció, debió causarle gran regocijo. El posible encuentro a buen seguro le reconfortó. Y no era, no, hombre demasiado expresivo. Una rara figura se dibujaba en su mano derecha. Pero no portaba nada. Sólo callos y secuelas de trabajo duro, muy duro.
Juan fue enterrado esa tarde. Sus restos descansan bajo una frondosa araucaria. En la que, sin nadie saber el porqué, cada Navidad, aparece una preciosa estrella en su extremo. Y que brilla noche y día. Mientras, una flor de pascua, roja, intensamente roja, es permanente contrapunto.
Juan, fiel a su compromiso, acudió a la cita, a la llamada de la tierra, como siempre lo había hecho, incluso en fecha tan señalada. Y allí permanece. Que se recuerde, no ha habido otra Nochebuena parecida. Cuando silba el viento en las noches de frío, cuando la brisa baja de la cumbre en el duro invierno y cala en el alma, alguien ha querido oír campanas que suenan en los campos de Juan. Que se han llenado de maleza por doquier. Menos en el mollero que le sirve de aposento. Donde una flor de pascua se muestra siempre bella. Y donde una araucaria se eleva al cielo. Majestuosa. Apoteósica. Tan alto que parece alcanzar las estrellas. Tanto que diríase tener una en lo más alto. Y que los más viejos del lugar recuerdan ver brillar en las noches de la pascua. Como la flor. En franca competencia.
Juan no dejó descendencia. Pero los niños del lugar saben de su historia. Yo, que fui niño cuando él ya era viejo, he creído conveniente contarte el relato. Y escribirlo. Ahora, que se acerca la Navidad. Quisiera sembrar un árbol, una araucaria, y colocarle en los más alto un cartel que anuncie la buena nueva. Que suba año tras año al encuentro de Juan. Y a su lado, una flor de pascua. Roja. Muy roja. Intensamente roja.

Las ilustraciones, de Marianella Aguirre, ahora por tierras peninsulares. Ella sabe que mi agradecimiento es sincero. Y a ustedes, si hasta esta línea llegaron, qué decirles: Sean inmensamente felices y disfruten del fin se semana.

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