Ahora que estamos en plena
canícula (en el Norte es como una broma de mal gusto decir tales ocurrencias),
pienso que sería interesante el recordar aquellos años mozos en los que
acudíamos a la realejera Playa de Los Roques a darnos el consabido chapuzón veraniego.
Cosa que hacíamos tras cumplir con las labores que nos tenían encomendadas
nuestros progenitores. Porque eso de estar ‘tirado’ al solajero (cuando lo
había) durante todo el santo día es un invento mucho más moderno, de cuando la
sociedad cambió y todos nos hicimos ricos de la noche a la mañana. En el caso
de un servidor, había que esperar a concluir que el estanque no tuviese más
agua, porque el riego de la finca de La Gorvorana fue durante varios estíos,
amén de bajar aceite para los motores de la elevación de Gordejuela, una ayuda
al sustento familiar aparte de permitirme tener diez duros semanales en el
bolsillo con el que ir al cine en Puerto de la Cruz. Al Olympia y al Topham,
pero de tales salas saben mucho más cinéfilos de pro.
Allá a las tantas de la tarde,
como te iba contando, con el clásico bañador de pata azul –el de la gimnasia
del colegio; el más tardío meyba ya
fue el acabose– en la mano (¿toalla, tú estás loco o qué?), abríamos a correr
(con las extremidades inferiores que te llegaban al final del aparato digestivo)
por el camino de la finca rumbo a El Toscal (pongamos dos minutos), atravesar
la entonces única carretera de los contornos (por la que la guagua comenzó a
circular cuando ya uno tenía bastantes años ganados en el denominado uso de la
razón), camino de Los Beltranes hasta el final de la vía por el que la vagoneta
de la galería arrojaba el entullo diario (pongamos otros dos minutos), y luego
te lanzabas a tumba abierta por un estrechísimo y peligroso sendero, ladera
abajo. Bueno voy a poner un punto que ya llevamos un rato sin respirar y me
salió una proposición demasiado larga.
Cruzábamos el canal que llevaba
el agua ¿potable? a la Ciudad Turística (tengo la impresión de que mucho más en
aquella época) y de dos zancadas más, en la playa. Que en los buenos veranos
tenía tanta arena que cubría todo el espacio que ahora está cubierto
permanentemente por el callao y que hizo acto de presencia cuando se construyó
todo el complejo del Maritim. Ello nos permitía jugar magníficos partidos de
fútbol (imagínate la pelota) sin que la marea hubiese alcanzado por completo la
bajamar.
Era toda una proeza, y sinónimo
de haber obtenido el grado de ‘saber nadar’, el alcanzar el Roque Grande con la
pleamar. Los aprendices debían quedarse hasta perfeccionar un fisco en el
Charco de las Mujeres o en el Culo de la Pata, donde se formaban unos espacios
tranquilos en los que las molestas olas te dejaban ejercitar. Pero todos, sin
excepción, salimos adelante en el deporte acuático, sin piscinas y sin los
cursillos de CajaCanarias.
Una estampa clásica era el
contemplar las familias en la zona aledaña al Roque Chico y La Poyata, sobre
todo las de La Ladera, y que bajaban bien temprano con las viandas bien
dispuestas para disfrutar de una jornada
completa a la orilla de la mar. Y desde el tinglado la madre se
encargaba de vigilar, y reprochar, a la tropa menuda para que no se excediese
en las lejanías y en los periodos de remojo. ¡Ah!, y fijar a rajatabla las tres
horas de la digestión. Que ya se sabe que antes eran mucho más pesadas. Hoy
todo es más light, incluso ni se
hace, tal es la ligereza y liviandad (que nada tiene que ver con impudicia y
lujuria).
Estas comitivas, al estar
formadas por individuos de muy diferentes edades, escogían las dos rutas tradicionales:
La Fuente y El Horno, por el poniente y naciente, respectivamente, de la playa.
Ambas atravesaban sendas fincas de platanera y en su recorrido final coincidían
con las dos actuales bajadas que se contemplan desde el sendero turístico que
se construyó en la década de los ochenta del pasado siglo. Lo malo es que en la
época de la que te hablo, el acondicionamiento se debía a la buena voluntad de
algún paisano que, guataca en mano, acometía la tarea de elaborar varios
escalones para facilitar la bajada, pero sin grandes pretensiones.
Mencioné antes el canal. Y
aprovechando los túneles que se horadaron en el acantilado para su cauce,
discurríamos a su través para acercarnos hasta el Charco de las lisas. Bello en
su estado original y una chapuza en la actualidad cuando se intentó hacer una
piscina que fuera una oferta turística más a las urbanizaciones de las
Románticas.
Y finalizo en esa zona porque
una vez más hago un llamamiento a la autoridad que corresponda para que
investigue qué fue de la que denominábamos Cueva del mármol. Para mí que la
misma sí podría ser un atractivo de muchos quilates porque, salvando las
distancias, podríamos tener en Los Realejos un Soplao, Nerja, Valporquero o
vaya usted a saber. Déjenme ser optimista, que están los tiempos necesitados de
alegrías de tal porte. Es mucho más factible que aquella otra que se le cruzó
por la mente a José Vicente y que consistía en hacer otro puerto deportivo.
Menos mal que nunca llegó a comprarse el yate. Si no le estaríamos haciendo la
competencia a Garachico para sana envidia de nuestros vecinos portuenses.
Y el retorno a patita hasta
casa. Los coches los vimos mucho más tarde. Pero, como contrapartida, estábamos
fuertes. Y aún no fumábamos.
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