No creas que
es una novedad el que se proteste airadamente en todos los foros por la
injusticia que supone la actual ley electoral canaria. Ni mucho menos. Basta
repasar los periódicos publicados en los días siguientes a cada cita electoral
habida desde los tiempos en que éramos mucho más jóvenes, para percatarnos de
que los lamentos siempre son a posteriori. Acuérdate en mayo y junio de 2019
cuando vuelvas a leer y escuchar que no hay derecho a que en La Gomera o en El Hierro se
consiga un diputado autonómico con un puñado de votos, mientras los topes
regionales e insulares siguen causando terribles estragos en formaciones que
observan cómo se arrojan a la basura decenas de miles de papeletas sin que hayan
conseguido premio alguno. Ni el reintegro.
Todas estas
manifestaciones me hacen retroceder a los tiempos en que llegaron a la isla
aquellos primeros camiones dotados con frenos neumáticos, o de aire. Que
circulaban por las estrechas carreteras del entonces, bordeadas por unos
imponentes plátanos de Líbano y eucaliptos. Sin barreras de protección (los
mentados árboles) y que causaron más de un susto. Menos mal que las plataneras
servían de ‘aparcamiento’ para el que sufriera un percance.
Me viene a la
memoria que pasada la curva de la venta de Doña Pino, y en una corta recta que
concluía en la otra venta, la de Siño Manuel (donde se adquiría el petróleo
para los quinqués), con la casa de Ramón, el caminero, en lo alto de una pequeña
loma, uno de esos vehículos pesados (ahora serían unos enanos al lado de las
moles que transitan por las autopistas) tuvo la desgracia de matar a un pobre
chucho que cruzó en el momento menos oportuno. Cuando el conductor accionó el
pedal, el camión emitió el resoplido característico de este tipo de frenos. Y
un viejillo que cogía el sol tranquilamente en una piedra bien acomodada para
depositar sus posaderas, exclamó: ¡Primero lo matas y después lo jusias! Para los más jóvenes aclaro que
el verbo jusiar (con jota profunda)
significa ahuyentar o espantar.
Te lo creas o
no, ayer mientras estaba sentado en el baño para llevar a cabo el primer
ejercicio diario (evacuar el vientre, qué fino) en ello pensaba. Y surgió esta
décima:
Después de matar al
perro,
aquel camión resopló,
y un viejito
sentenció:
¿Ahora, que huele a
entierro?
Para enmendar
cualquier yerro
aguardamos al final,
pues lo pasamos
genial
mareando la perdiz,
valga de ejemplo el
desliz
de
la ley electoral.
La fotografía
podría representar la carretera aludida (muchos años antes) y la he obtenido
del archivo de la Fedac
(Fundación para la
Etnografía y el Desarrollo de la Artesanía Canaria).
Pensaba insertar otra de la zona que debo tener escaneada por ahí, pero no la
encontré.
Como la cita
reciente no dio lugar a demasiadas mayorías absolutas sino que la dispersión ha
sido nota casi dominante, estaremos de reunión en reunión, de charla en charla,
de discusión en discusión hasta dos segundos antes de la constitución de
ayuntamientos, cabildos y parlamento. Y los que se queden fuera del reparto,
llorarán con desconsuelo porque a nadie amarga un dulce.
Los
ejercicios de cinismo se repetirán. Insisto, porque nuevo bajo el sol. Ahí
tienen a Paulino Rivero, cuyo incierto futuro lo tiene en un malvivir
constante, que aboga por la reforma y se sube al carro de las voces
discordantes. En los últimos ocho años ha estado preocupado por otros asuntos
de mayor calado que nimiedades tales.
En fin,
amigos, ya es jueves. Los jubilados hemos cobrado un mes más. A la vuelta de la
esquina, el Día de Canarias. Sacaremos el zurrón y amasaremos gofio (de mezcla)
porque la romería realejera ya huele en el ambiente. Tengo tres trajes típicos
que no me pongo desde hace la tira. Me temo que alguno ya no me sirva. Una
guitarra y un laúd duermen el sueño de los justos en lo alto de un armario. Y
el próximo día 2 tengo que volver a Hacienda. Esto de poseer tantos capitales
me está provocando más de un quebradero de cabeza. Si hubiera seguido en la
cosa política, ya habría arbitrado cualquier procedimiento alternativo.
Hasta mañana
viernes.
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