Cuando vi la fotografía, la mente quiso retroceder bastantes
décadas. Tantas que uno sentía por el fútbol cierta simpatía. Y alguna patada
daba de vez en cuando. Aunque nunca jugué ‘federado’, si es verdad que Antonio
Oliva quiso ficharme para que me fuera con él a aquel viejo campo de La Vera,
donde después marqué varios goles –siempre me alinearon en la delantera– en los
campeonatos de aficionados.
La información que daba pie a esta ilustración señala que se
trata de la cancha del Club Liniers y se denomina Estadio Juan Antonio Arias,
en la localidad de La Matanza, cerca de Buenos Aires. La vienen a calificar
como el terreno de fútbol más torcido del mundo.
El periodista debe ser joven y acostumbrado a los flamantes
campos de ahora. Con esa alfombra verde de césped, que si la trincamos en aquella
época nos hubiéramos comido hasta la hierba. Y de postre, las redes. Donde las bien
remuneradas figuras, aparte de escupir a mansalva, se caen con aspavientos y
dolores cada vez que un contrario les sopla en el cogote.
Estos no vislumbraron el lugar donde jugábamos en El Toscal.
En la calle, con una pendiente tal que era mejor jugar pa´rriba, porque en
sentido contrario la pelota iba más rápido que tú. Con dos piedras a modo de portería
y con saques de banda solo por un costado. Por el otro, una pared era el complemento
ideal para sortear al adversario con un sutil apoyo en la misma. ¿O de dónde
crees tú que vienes el concepto actual que lleva el nombre de la susodicha
(pared)? ¡Ah!, de vez en cuando, muy de vez en cuando, un coche.
O el de La Longuera, donde hoy se conoce por La Puntilla. Al
lado de las huertas de Yeoward, en las que perdimos cantidad de pelotas de
badana. Porque saltar el muro suponía encontrarte con el encargado y échate a
correr. El que la tiró, que vaya. En una cancha que ni remoto parecido con un
rectángulo. Ancha por el centro y formando un terrible embudo en las porterías.
Los partidos, nada de mimoserías, no se jugaban a un tiempo
predeterminado. Salvo que cualquier pariente te llamara mediante el pertinente
silbido. A lo que tú respondías como un saltaperico saliendo a todo meter para
casa. Lo mismo podían ser a 12 que a 24. Y hasta que un equipo no alcanzaba tal
número de goles, allí seguíamos corriendo como descosidos. Sin descanso y sin
botellines de agua. Y que no hubiera una ‘tarjea’ por los alrededores, porque
el concepto de potable no era el de las modernidades actuales. Como no había
tele, uno no se enteraba de nada. Y el que la palmaba es que se moría de
repente, sin más.
Luego pasó el tiempo, fuimos creciendo y ya frecuentábamos
otros espacios. Como el ya mentado de La Vera, que la construcción de la TF-5
se llevó por delante dejando un cachito en plan recordatorio. O en Los
Príncipes (ver foto). Ahí te caías y te pelabas como un conejo. En una ocasión
salí pitando para el centro de salud a que me recompusieran la barbilla. Y
cuando me di el talegazo, Mauro Socorro tuvo que echarme porque no me quería
ir. Sabido es que antes la sangre se taponaba con cualquier remedio. Y la
tierra, las telarañas o un majado de hierbas eran eficaces para cortar las
hemorragias por lo sano. Pero en esta ocasión me quedó el grato recuerdo de
unos cuantos puntos. Que no valieron para subir puestos en la clasificación,
sino para dejarme huella indeleble del trance.
Más tarde llegó el fútbol sala. Porque en el barrio ya
contábamos con polideportivo. Eso sí, con un pavimento tan lleno de arenilla
que los ‘raspones’ estaban a la orden del día. Y apenas había lesiones. Bueno,
las secuelas han ido apareciendo con el paso de los años. Achaques de la edad.
De esta instalación deportiva de Toscal-Longuera algo, o
mucho, tendremos que contar los que algo, o mucho, tuvimos que ver con el
nacimiento de la Asociación de Madres y Padres. Bien trabajamos. Bien sacamos
mierda de los cuartos que iban a ser vestuarios. Bien repusimos cristales. Bien
de hierros protectores pusimos en los ventanales. Si hubiésemos tenido la
picardía del actual equipo de gobierno en el ayuntamiento realejero, las fotografías
llenarían todas las paredes de los espacios públicos que ahora disfrutamos.
Pero éramos, y lo seguimos siendo, rebenques de la platanera. Que nos movimos
por amor al arte. Y sin una peseta.
Menos mal que nos quedan los gobiernos socialistas para
seguir echando culpas. Se nos brindaron tantas oportunidades que tuvimos de
todo. Y nos consentimos y nos volvimos melindrosos. Así se asomaba mi suegra a
la terraza y comentaba en voz alta que ya no se podía distinguir los pobres de los
ricos. Lo que nos volvió flojos de solemnidad. Y comenzamos a protestar. En
ello seguimos. Y puede que los bien pagados futbolistas, los más.
El fin de semana, ya sabes, aparte de pasarlo bien no
olvides que seguimos con Turismo y Folclore, en la recta final de las
entrevistas.
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