sábado, 24 de octubre de 2009

Suciedad

Somos un pueblo sucio. Y no me refiero, en particular, a Los Realejos, Puerto de la Cruz o La Orotava (que también), que son los más cercanos. No, ese ‘pueblo’ somos todos. Y los somos por naturaleza. Debe formar parte de nuestro código genético. Porque no es normal que habiendo papeleras y contenedores en abundancia, estén calles, plazas y rincones hechos un asquito. Las márgenes, las cunetas de las carreteras por las que suelo salir a patear, dan pena, lástima y sentimiento. Los plásticos –en todas las modalidades posibles– campan a sus anchas mecidos graciosamente por el viento. Desde cajetillas de cigarros, pasando por jugos y todos los restos imaginables o no, el muestrario es amplísimo.
También nos encontramos ejemplos gratificantes en los lugares donde su ubican grupos de contenedores (donde hay uno solo no suele ocurrir; debe ser que cuando somos pocos actuamos con más sentido común que cuando nos juntamos unos cuantos más). De los verdes, de los normales, de los de casi toda la vida. No de los de recogida selectiva; estos, mal que bien, van escapando, aunque el paso de los camiones para su retirada suele ser escaso o bastante espaciado. Pero en los alrededores de aquellos, madre mía. Ni carteles disuasorios, ni horarios de recogida, ni avisos de la comunidad del edificio más próximo. Allí cada cual hace lo que crea más conveniente. Que se traduce, normalmente, en el clásico ‘ande yo caliente (…)’. Traduzco los puntos suspensivos: mientras no tenga yo la bolsa en casa, se me importa un pimiento que el contenedor tenga o no la tapa cerrada, que los perros rompan o ensucien, que el olor sea insoportable, que… O encontramos el concurso de comprobar quién ‘encesta’ desde más lejos.
Se juntan cuatro o cinco jóvenes en el banco de la esquina. Debidamente sentados en la parte más elevada del espaldar, y colocados los tenis u otro calzado donde la gente normal pondría sus posaderas, comienzan a comer pipas. Y da gusto contemplar a aquellos loros. Allá a la media hora arrancan la caña. ¿Tú has visto cómo quedan las pobres baldosas? Pues bien, reproduce la escena en la entrada de la iglesia, en la escalera de acceso a cualquier vivienda, entidad bancaria, comercio, tienda, farmacia…
¿Tú te has fijado cómo están de colillas los exteriores de, mero ejemplo, los centros médicos, dispensarios, clínicas, hospitales? Debe ser el resultado de las últimas, y apuradas, caladas antes de que los galenos de turno digan aquello de lo dejan o…
¿Y los chicles? ¿Y las cagadas –nada de cursilerías con lo de caca, parece que huele menos si pisas el regalo– de perros que adornan aceras y senderos.
Aquí lo dejo, no sin antes, a modo de moraleja, dejar como reflexión esta mi teoría: “y no es un problema de cultura, de educación. Es, insisto, un problema genético”. Y estoy convencido de que habrá un premio Nobel en un futuro, me temo que lejano, al químico que descubra qué coño trastoque ha habido, qué cromosoma se nos desconectó –y descoñetó– para que seamos guarros por naturaleza.
La ilustración de hoy no corresponde a un lugar concreto, pero seguro que cualquiera de nosotros ya le halló una ubicación. O varias. Es que somos así.
Ojala mañana me levante menos negativo. Buenos días.

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