jueves, 8 de septiembre de 2011

La vuelta al cole

Me costó, no te vayas a creer. Tras dos cursos levantándome a la hora que me venía en gana, echar la pata al suelo a eso de las siete y media (‘próximo a’, como decía mi madre) supuso un esfuerzo al que me había desacostumbrado. Afortunadamente. Pero aquello de las cargas familiares –esas añadidas cuando alcanzas la etapa de abuelo– hicieron posible que ayer miércoles (7 de septiembre) estuviese bien tempranito en La Guancha. Uno recordaba aquellos lejanos tiempos de cuando los escolares, como mucho, accedían a un recinto escolar a los cinco años (no quiero remontarme a la más lejana del directamente a primero) y armaban la marimorena porque no querían desprenderse tan fácilmente de la protección del hogar (de las faldas de la madre, para entendernos, aunque corro el evidente peligro de los sesgos o tintes machistas, pues bien fácil es en la actualidad darle la vuelta a la tortilla). ¿Quién no se acuerda de las lloronas (hoy, llantinas) que duraban varios días hasta que la sufrida maestra lograba enderezar la situación y el párvulo se percataba de que allí tampoco se pasaba mal?
Ahora todo ha cambiado. De aquel enjambre de renacuajos solo ponía la nota negativa un ejemplar. Porcentaje más bien escaso tratándose del sufrido primer día. No atisbé en las caras de los infantes síndrome posvacacional alguno. Esa enfermedad parece que se sufre algo más tarde, allá cuando la educación comienza a hacer efecto. Más bien diría que estaban ansiosos ante el retorno (los unos, los de 4 y 5) o la novedad de acudir al cole (los otros, los de 3) y sentirse mayores (que en la guardería). Toda comparación con el vago recuerdo que un servidor rememora de su primera cita con la escuela de La Longuera, resulta completamente odiosa. Porque yo trabajaba antes de ir a culturizarme. Eran los incipientes pasos de la ‘agriculturización’, proceso por el que pasamos todos lo que nos criamos en medio de las plataneras de hace varias décadas.
Hoy todo es diferente. Y tanto. Muy pocos, escasos, fueron los que accedieron al Tamaragua (cantera del Plus Ultra) a pie. La mayoría, motorizada. Me vinieron a la memoria los muchos aparcamientos vacíos del aeropuerto palmero que te comenté hace escasos días. No éramos –mi mujer y yo– los únicos abuelos presentes en la cita de la presentación. Eso sí, también estaban los padres. Los mayores observábamos con detenimiento por lo consabido: los casos de emergencia. El antes citado que lloraba a moco perdido era una de las criaturas cuya madre tuvo que salir pitando para el médico (ya sabes lo de las consultas con los especialistas). El pobre debió notar algún movimiento extraño y optó por el recurso que siempre le causa el efecto esperado.
Mientras la seño leía la cartilla (para eso están las abuelas; venga, dispara), al que suscribe le dio tiempo de caminar doscientos metros y se encontró con el director del IES guanchero. Y en un rato arreglamos medio mundo. Tanto palicamos que ni siquiera nos echamos el cortadito. Para que luego los dirigentes salgan diciendo que trabajamos pocas horas, muchas menos que los que acuden a los ayuntamientos. Puesto –escrito– así, con toda la intención. ¿Por qué? Te cuento:
En cierta ocasión acudió un ciudadano en horario vespertino al ayuntamiento portuense. Al hallar la puertas cerradas, se dirigió a la jefatura de la policía local y preguntó si por la tarde no trabajaban, a lo que el guindilla de turno le contestó: No, después de las dos está cerrado, pero es por la mañana cuando no trabajan. Algo deberán objetar doña Esperanza Aguirre y doña Ana Botella.
Transcurrida la hora de la bienvenida, de vuelta a casa. Sentía ligeros escozores en los brazos. Puede que haya adquirido la denominada alergia a las situaciones no previstas. Esas que te escuecen cuando rompes con la rutina de no estar sujeto a horarios rígidos, encorsetados. Pero al ratito ya se me había pasado el susto. Y menos mal que la noche anterior había dormido bien, sin mayores contratiempos. No como cuando sueño que debo ir a dar una clase y no tengo nada preparado. Chacho, chiquitos nervios.
Y ya que regresé, siquiera en sueños, te cuento que hace unos días, casualidades de la vida, me pusieron una reja en casa y vino un exalumno del instituto que había cursado el ciclo de fontanería (grado medio). Cuando el joven ya entró más en confianza (instantes después de que le señalé la feliz situación de la jubilación), me espetó que el profesorado de Formación Profesional no se esfuerza demasiado para que salgan capacitados tras sus estudios. E incidía en la parte práctica, pues los que pasan ahora por la empresa, decía, en la que trabajo (también había hecho él allí esas prácticas), no saben ni coger un soldador, ‘ni poner una cosa a escuadro’. Trasladado aquí queda. Una situación muy parecida aconteció hace varios años en una conversación que sostuve con ese mismo profesorado. De algo de ello hablé asimismo con Jerónimo en La Guancha, como antes te indiqué, centro en el que se ha destacado siempre la buena labor en las ramas profesionales que imparte. Luego nos quejamos cuando nos ponen en la picota de la opinión pública.
Bueno, feliz comienzo de curso.

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