Me costó, no te vayas a creer. Tras dos cursos levantándome a la hora que me venía en gana, echar la pata al suelo a eso de las siete y media (‘próximo a’, como decía mi madre) supuso un esfuerzo al que me había desacostumbrado. Afortunadamente. Pero aquello de las cargas familiares –esas añadidas cuando alcanzas la etapa de abuelo– hicieron posible que ayer miércoles (7 de septiembre) estuviese bien tempranito en La Guancha. Uno recordaba aquellos lejanos tiempos de cuando los escolares, como mucho, accedían a un recinto escolar a los cinco años (no quiero remontarme a la más lejana del directamente a primero) y armaban la marimorena porque no querían desprenderse tan fácilmente de la protección del hogar (de las faldas de la madre, para entendernos, aunque corro el evidente peligro de los sesgos o tintes machistas, pues bien fácil es en la actualidad darle la vuelta a la tortilla). ¿Quién no se acuerda de las lloronas (hoy, llantinas) que duraban varios días hasta que la sufrida maestra lograba enderezar la situación y el párvulo se percataba de que allí tampoco se pasaba mal?
Ahora todo ha cambiado. De aquel enjambre de renacuajos solo ponía la nota negativa un ejemplar. Porcentaje más bien escaso tratándose del sufrido primer día. No atisbé en las caras de los infantes síndrome posvacacional alguno. Esa enfermedad parece que se sufre algo más tarde, allá cuando la educación comienza a hacer efecto. Más bien diría que estaban ansiosos ante el retorno (los unos, los de 4 y 5) o la novedad de acudir al cole (los otros, los de 3) y sentirse mayores (que en la guardería). Toda comparación con el vago recuerdo que un servidor rememora de su primera cita con la escuela de La Longuera, resulta completamente odiosa. Porque yo trabajaba antes de ir a culturizarme. Eran los incipientes pasos de la ‘agriculturización’, proceso por el que pasamos todos lo que nos criamos en medio de las plataneras de hace varias décadas.

Mientras la seño leía la cartilla (para eso están las abuelas; venga, dispara), al que suscribe le dio tiempo de caminar doscientos metros y se encontró con el director del IES guanchero. Y en un rato arreglamos medio mundo. Tanto palicamos que ni siquiera nos echamos el cortadito. Para que luego los dirigentes salgan diciendo que trabajamos pocas horas, muchas menos que los que acuden a los ayuntamientos. Puesto –escrito– así, con toda la intención. ¿Por qué? Te cuento:
En cierta ocasión acudió un ciudadano en horario vespertino al ayuntamiento portuense. Al hallar la puertas cerradas, se dirigió a la jefatura de la policía local y preguntó si por la tarde no trabajaban, a lo que el guindilla de turno le contestó: No, después de las dos está cerrado, pero es por la mañana cuando no trabajan. Algo deberán objetar doña Esperanza Aguirre y doña Ana Botella.
Transcurrida la hora de la bienvenida, de vuelta a casa. Sentía ligeros escozores en los brazos. Puede que haya adquirido la denominada alergia a las situaciones no previstas. Esas que te escuecen cuando rompes con la rutina de no estar sujeto a horarios rígidos, encorsetados. Pero al ratito ya se me había pasado el susto. Y menos mal que la noche anterior había dormido bien, sin mayores contratiempos. No como cuando sueño que debo ir a dar una clase y no tengo nada preparado. Chacho, chiquitos nervios.

Bueno, feliz comienzo de curso.
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