lunes, 29 de abril de 2013

Fiesta del árbol (II)

¡Pobres de los seres que no vean en los productos de la Naturaleza otra finalidad que la de satisfacer nuestras necesidades materiales!
¡Pobres de espíritu los que no vean en un frondoso pino más que un vegetal que sirve para que se hunda criminalmente el hacha asesina en su tronco y sacar astillas con que construir un apero de labranza o echarlas al fuego para cocer la comida!
Indiscutiblemente, los arados y más aún los alimentos, son indispensables... Pero... ¿Vamos a prescindir absolutamente del alimento del alma, del recreo del espíritu? ¿No hará mella en el alma de un talador, el triste espectáculo de ver caer a sus pies, muerto por su hacha, a un árbol hermosísimo, que le ofrecía generoso la sombra de sus ramas, sus frutos, y la belleza de su conjunto? ¿No le entristecerá oír los lamentos de los pajarillos, que pían tristemente al ver que el árbol en su caída aplastó al nido de sus amores, el lecho de sus hijos?
Puede ser que no; al ignorante talador le discuto todo sentimiento puro, toda delicadeza espiritual... dudo hasta que tenga conciencia. Y es que al hablar del árbol, no puedo prescindir de la influencia romántica, pues se reúnen en mí las condiciones de ser cristiano y poeta.
El árbol es, de las galas de la Naturaleza, la más simbólica, la que despierta en las almas sensibles las más hondas añoranzas... Visiones históricas de religiosidad y de fe; escenas bíblicas de místico sabor o recias remembranzas de gestas raciales.
De un árbol salió la Cruz en la que expiró el Hombre más grande que ha existido, el maestro Sublime de las indiscutibles Doctrinas.
Un sicómoro ocultó bajo sus ramas a la Sagrada Familia en su éxodo a Egipto, huyendo de la ferocidad de Herodes.
Una rama de olivo fue la señal que indicó a Noé la terminación del Diluvio.
Bajo el célebre árbol de Guernica se reunían los Concejos de los recios hijos de Vasconia, nervio y alma de la raza, para discutir leyes, imponer fueros y depurar costumbres.
El Drago, ese árbol tan nuestro, tan tinerfeño, que es como un monumento vivo en loor de la extinta raza aborigen guanche, reunió bajo sus corpulentas ramas a nuestros antepasados, cuando en momentos difíciles y angustiosos celebraban su Tagoror, su patriarcal concejo. ¿Quién, siendo tinerfeño y teniendo algo de sentimentalidad, de respeto al pasado no se descubre ante el Drago de Icod, ante el coloso milenario, hoy declarado monumento nacional, que fue testigo presencial de las luchas y más tarde de la fraternidad entre nívaros e hispanos, en la lejana época de la conquista?
¿Quién no ha oído hablar del Garoé, el árbol herreño cuyas ramas manaban agua potable en épocas de sequía, salvando a los vecinos de morir de sed?
Un árbol sirvió para aumentar la fama de un poeta, del ilustre Padre Anchieta, honra y prez de La Laguna y de Canarias. El sabio jesuita, hallándose prisionero de los indios en el Brasil, tuvo una genial inspiración. Mas no tenía en que escribir las místicas estrofas, que en súplica a la madre de Cristo acudían a su mente. El poeta, ante el peligro de que se le olvidaran sus versos, grabó con la punta de un cuchillo en el tronco de un árbol las estrofas de su Poema Marianun, tan célebre, y allí se las aprendió de memoria hasta que, libre del cautiverio, les dio publicidad. Sin el providencial auxilio del árbol, la producción del Padre Anchieta, esa joya literaria que es elogiada por el Mundo entero, hubiese quedado desconocida. El Gobierno del Brasil, reconociendo el mérito del poema y el talento de su autor, ha acordado recientemente conservar el árbol como monumento nacional y erigir una estatua al insigne tinerfeño.
Como dije al principio, los países más cultos son los más esforzados defensores del arbolado. Precisamente –y no creamos en una casual coincidencia– en las naciones donde menos se preocupan de este problema es donde más se destacan estas dos características del atraso popular: la poca población relativa y el analfabetismo. La primera, consecuencia de la pobreza que necesariamente ha de sufrir un país sin arbolado, que obliga a los habitantes a vivir aglomerados en las poblaciones y huir de los campos áridos, inhospitalarios y a emigrar a otros países más acogedores. Y la segunda, causa y efecto al mismo tiempo del descuido por el fomento del arbolado o del incivil empeño en destruirlo.
Y digo que el analfabetismo es a la par causa y efecto de la destrucción del arbolado o de la indiferencia por fomentarlo, por razones muy sencillas: es causa, porque habiendo cultura, siendo lo bastante instruido un pueblo, estaría convencido de las ventajas del arbolado, y cada ciudadano sería su defensor decidido; y es efecto, porque una de las razones de la falta de escuelas, de que las existentes no funcionen con toda la regularidad que debieran, con el material necesario y con la continua asistencia de los alumnos, es la pobreza del país, consecuencia inmediata, de la ausencia del arbolado.
Un ejemplo práctico. Si Fasnia, en vez de presentar ese desolador aspecto de sus campos áridos, sus cumbres peladas, la angustia constante del labrador que espera anhelante la lluvia, que a veces tarda años enteros sin venir, fuese un país poblado de árboles, y como consecuencia las lluvias fuesen periódicas, y se construyesen embalses y el riego convirtiera esas inmensas costas estériles en magníficas fincas de abundante producción... ¿se daría el triste espectáculo de ver a tantos niños, de catorce, de doce, y hasta de diez años, que en vez de acudir a la escuela tienen que trasladarse a Güímar a trabajar en los cultivos de tomates, para mitigar un tanto la miseria de sus hogares? ¿Cuanto aumentarían en valor esas inmensidades de terreno costero, si en vez de ser eriales ingratos, yermos, fuesen ricas plantaciones que trajesen el bienestar para sus propietarios, para los obreros y para el pueblo en general?
(continuará)

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