Me apetece contarte que el 25 de abril de 2001
me fui, gentilmente invitado, al colegio de Punta Brava y…
Primero me llamó Agustín. Porque Agustín es un
amigo. Que sólo nos vemos de vez en cuando, muy de vez en cuando. Por eso,
quizás, somos amigos. Y me embarcó en una aventura tan bonita y sugerente como
lo puede ser la lectura. Luego me llamó Juani. Y sentí algo de vergüenza.
Estuve unos días dándole vueltas al coco. ¿De qué podría hablar, qué podría
decir, qué podría contar?
Pensé si era oportuno contarles las carencias
de cuando uno era joven, cuando no teníamos bibliotecas. ¿Cómo íbamos a
tenerlas si no había un duro? Sólo un libro, gordo, pero no como el de Petete.
En él todas las materias: mates, natus, lengua... Pero no tenía ni un dibujo
que animara su lectura. Me sacudí la cabeza y me dije: ¡No, no hablaré de ese
pasado, es muy triste!
Apagué la tele porque no me dejaba pensar. A
mis manos, sin saber cómo, llegó un libro titulado “Jugando a ser maestro”. Le
eché una visual y me era familiar. Y se me encendió la bombilla: les hablaré de
mis libros, de mis escritos, de mis artículos, de mis poemas, de mis
historias... De pronto, se fue la luz. Y se apagó la bombilla, claro. Déjate de
boberías, no seas presumido y cuenta algo de fundamento, algo que pueda
interesar a grandes y chicos. ¡Claro!, ¿cómo no me había dado cuentas antes? Si
todos somos chicos; a todos, por muchos años que hayamos cumplido, nos encanta
el juego, el cuento. Y nosotros, los que nos llamamos adultos para quedar bien,
lo pasamos chachi piruli viviendo del cuento.
Hay un cuento hecho historia que me encanta.
Narra las aventuras de dos hermanos de hace un montón de años llamados Pepillo
y Juanillo. Ya lo sé. Son nombres raros. Ahora es lo más normal que se llamen
Alasdair y Amsatu. Pero como eran pobres, así se quedaron. Pero como son muchas
aventuras, he decidido que no hablaré de ellos.
Ya sé, haré un poema en redondillas, cuartetas
o quintillas. ¡Jo, y si sale chungo! ¡Qué va! Porque si me queda mal y la gente
se ríe, se me pondrá la cara más roja que un tomate y pueden pensar que me eché
unos litros de vino tinto de La
Perdoma.
Vamos a ver: serénate, tranquilízate, cuenta
hasta dos millones, cuatrocientas cincuenta y nueve mil quinientas veintiocho,
sube al Teide caminando y en marcha atrás y desahoga tus inquietudes en la Punta del Veril. ¿No se celebran estos actos para dar realce y
esplendor a las bibliotecas, a los libros? ¿No conmemoramos el Día del Libro un
23 de abril para recordar a ese hombre llamado Miguel de Cervantes del que
heredamos ese Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha y su célebre
escudero, medio barrigón, llamado Sancho Panza? Pero a lo mejor te sorprendo si
te digo que allá por 1920 el Día del Libro se hacía el 7 de octubre, porque fue
un 7 de octubre cuando nació ese autor. Ahora nos ha entrado la manía de
celebrar las cosas en los ocasos, en las postrimerías. No conozco a ningún
muerto que se haya alegrado porque lo hayan condecorado.
Te cuento un secreto: cuando les encargo a los
alumnos en clase que escriban algo, en muchas ocasiones me animo y empiezo yo
también. Una vez, mientras ellos redactaban un cuento navideño, me entró sana
envidia en contemplarlos tan entusiasmados y me contagié. El resultado fue la
participación en un concurso convocado por el ayuntamiento de mi pueblo. Y te
puedo asegurar que hubo un éxito rotundo. Este maestro que juega a un montón de
cosas, menos a fútbol, porque ya está viejo, no se ha vuelto a presentar. Pero
sus alumnos sí. Y los éxitos han seguido. Y como sé que al amigo Agustín le ha
ocurrido tres cuartos de lo mismo, desde aquí aprovecho para que en otra
ocasión les lea uno de los suyos. Yo he leído al menos uno. Y flipas con su
lectura, tío. Es un cuento de La
Orotava, de La
Villa. Y creo que también tiene alguno del Puerto.
Por cierto, ahora que me acuerdo, hace de esto
unos mil quinientos años, cuando yo era mucho más joven y daba clases en un
lugar llamado La Puntillla,
que está muy cerquita de la actual bolera del Hotel Panorámica –¿te sitúas?–,
escribí un cuento que luego leí a los chicos al final de curso. Me dio un
tembleque que parecía un polo derritiéndose al solajero en Playa Jardín. Lo
titulé “Los negros se hacen blancos”. ¡Ajá, ya está, bombilla encendida! Han
pasado unos diecisiete años, pero como me encuentro bien aquí entre ustedes, lo
voy a recontar. Será, entonces, un recuento. Y espero no hacer un refrito
repentino, porque responsablemente me reprobarían y recriminarían mi falta de
responsabilidad. Repito, reitero: reclamo rápidamente respuesta urgente. ¿Sí?;
vale, otro. ¿No hay más? Vamos allá.
No, no es tan rápido. Al contrario, es un
cuento parsimonioso, tranquilo, de los tiempos en que se vivía más lento, con
más sosiego. Y no hay reyes, ni princesas, ni hadas, ni duendes, ni castillos.
Los personajes no son de ojos azules y cabellos rubios. Y los animales son de
lo más normal. Ni dragones de siete cabezas que echan fuego como los volcanes,
ni vacas locas, ni elefantes voladores, ni focas malabaristas, ni pingüinos de
elegante frac... ¿Cómo? ¡Ah!, que comience ya. Vale.
(Seguiremos)
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