En un lugar apartado de uno de esos países
africanos que solemos llamar subdesarrollados –otros lo llaman el Tercer Mundo,
y lo escriben con mayúscula para que destaque bien– y a los que en nada
ayudamos, vivía una familia compuesta por los papás y dos preciosas criaturas.
Claro, eran negros, casi tanto como su oscuro porvenir. Bueno, para que te
hagas una idea, tan de negros como los sobacos de un grillo; más o menos.
Sé que es difícil para ti. Tendrías que dejar
volar tu imaginación muy lejos. Y mientras vuelas olvida los yogures, natillas
y flanes, la tele, el vídeo, el teléfono, internet, la nevera, la cocina, el
cuarto de baño, los champús, las colonias, la cama, los coches, el cine, la
disco, el colegio –¡qué bueeenooo!–, los libros –¡¡chachiii!!–... Olvídalo
todo. Si no, difícilmente, entenderás este cuento.
El papá, Mansour, era cazador. De escopeta y
rifle nada de nada, monada. Una lanza chiquita, que se te ponían los pelos de
punta cuando se enfrentaba a un cuadrúpedo mucho más alto y gordo que él. Oye,
te aclaro, para que no te pase como a un alumno de mi clase, que cuadrúpedo no
significa eso que estás pensando. Porque tengo un amigo al que se le escaparon
cuatro de tales gases y sigue siendo bípedo. No, señor, ni media palabra más;
cuando yo me marche, agarras el diccionario y las buscas. ¡Ajá, faltaría más!
¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Muchacho, contemplar
aquellas escenas de caza daba tremendos escalofríos. En cierta ocasión observé
una y estuve malo con fiebre treinta días con sus treinta noches. Menos mal que
se juntaban unos cuantos y cada uno pinchaba por donde podía. Por supuesto que
los animales se defendían. No es como el hombre blanco que tiene un armamento
de campeonato. No, Mansour y sus amigos sólo mataban para comer. Y eso no puede
ser pecado, porque los leones también matan cuando la tripa les hace
cosquillas. ¿Que si se hacían fotografías, pensaste? Sí, hombre, y luego las
mandaban para que salieran publicadas en Diario de Avisos... Lo más parecido a
una cámara fotográfica era una cacharra para recoger agua en los escasos días
de lluvia que la mamá había encontrado meses atrás. Con un agujero, claro. Otro
día te voy a traer a un amigo para que te explique lo de la cámara oscura.
La mamá, como muchas de las mamás, se ocupaba
de las cosas de la casa. ¡Qué risa, tía Luisa! ¿Qué cosas? ¿Qué casa? Una
mísera choza, una cabaña pequeña y pobre, casi tanto como ellos, con un roto en
el techo. Menos mal, ¿te acuerdas?, que apenas llovía.
Cuando el padre se iba de caza, es decir,
cuando se vaciaba la nevera y ya no quedaba carne, el pequeño Mamadou, con sólo
ocho añitos, se convertía en el hombre de la casa, perdón de la choza. Creo que
me trincaste: claro tronco, titi, no había nevera, ni sabían lo que era la luz
eléctrica. La única corriente que conocían era la del río.
Los alrededores del poblado –porque vivían
junto a otras gentes y otras cabañas– era un terreno arcilloso. Cierto, con
mucha arcilla (mazapé también se conoce por aquí), ese barro con el que hacemos
figuritas. Algo así como la plastilina. Y a Mamadou se le ocurrió un mal día
subir a taponar el agujero del techo. ¿Cómo? Ni ascensor, ni escalera mecánica,
ni grúa, ni camión de los bomberos... ¡ni una burra! ¿No sabes lo que es una
burra? Pues no, amigo mío, no es la novia del burro. Es una especie de escalera
pequeña... ¡Oye, ¿y por qué no le preguntas al abuelo que cómo le quitaba el
longo a las piñas en la platanera? ¿Tampoco sabes lo que es el longo? Pues dos
preguntas. Te las recuerdo: Abuelo, ¿qué son el longo y una burra? No te
olvides. Ya me enrollé otra vez...
Subió Mamadou, arrastrándose como pudo, por
aquella rugosa pared, y desde arriba gritó, bien orgulloso de su hazaña:
–Mamá, tírame un poco de barro.
Lo dijo en su idioma, pero es tan complicado
que me he permitido hacer la traducción. Es tan rara su lengua que ni siquiera
tienen diccionario. ¡Ah!, un buen día pasó por la tribu un misionero y se
empeñó en civilizar a aquellas buenas gentes. Incluso intentó enseñarles la
lengua... ¡No seas bruto, esa no! Su idioma, su modo de hablar, para así poder comprenderse
mejor. Pero no hubo manera. Cuando lo trasladaron a una población mayor algunos
años después, seguía entendiéndose por señas, porque él tampoco fue capaz de
memorizar aquellas frases complicadísimas. Hecha, pues, la traducción,
continúo. Por cierto, me había olvidado de decirte que la mamá se llamaba
Ndiaye.
Pues la mamá cogió un buen puñado de barro, lo
amasó bien en un charquito que había quedado de las últimas lluvias, lo puso en
una hoja enorme de una planta parecida a la ñamera de la Plaza del Charco y...
–Toma, agárralo fuerte y ten cuidado, no te
vayas a caer.
Pero no calculó bien el envío. El paquete
remitido por correo aéreo fue directamente a la cabeza del chico. Como no pudo
protegerse a tiempo, perdió el equilibrio y....
–¡Ay, ay, ay, aaayyyyy!
Voló sin parapente ni ala delta y aterrizó en
el charco. Se pegó un partigazo de mucho cuidado. Se quedó estirado en medio de
aquella agua canela y le entró barro hasta por el ombligo. Cuando pudo
levantarse parecía un polo de chocolate, un mulato. Sólo se destacaban sus
grandes ojos que brillaban como los faros de un coche en una noche muy oscura.
Mamá Ndiaye, cuando vio que caía, intentó agarrarlo, pero a pesar de sus
enormes esfuerzos no pudo evitarlo.
Pero no te vayas a creer que Mamadou soltó una
lágrima después de haber inventado el puenting
sin cuerda. Que va, ni una. Era fuerte como una mula. Y estando su madre y su
hermana delante, y el padre de caza, ¿te acuerdas?, él era el hombre.
Una vez fuera de la piscina, se mordió sus
gruesos labios, se limpió los faros –perdón, los ojos–, y díjose para sus
interiores íntimos de adentro:
–Tengo que intentarlo de nuevo.
(Seguiremos)
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