miércoles, 4 de febrero de 2015

Juanito, el de Las Manchas (1)

Me apetece rescatar un cuentito publicado ya en un libro. Como la editorial dice que no se vende, yo lo repito en Pepillo y Juanillo y lo mismo gano más lectores. Dado que en la zona descrita están los almendros en flor, qué mejor homenaje:
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No me acuerdo muy bien, pero debió acontecer hacia mitad de los cincuenta, allá por el siglo pasado. Si repasas cualquier libro de Historia, comprobarás que los niños de esa época todavía sufrían muchas carencias. La mal llamada Guerra Civil –a quién se le habrá ocurrido decir que una guerra puede ser civil–, que duró desde julio de 1936 hasta abril de 1939, trajo como consecuencia el que la gente subsistiera en las décadas siguientes con los productos que podía obtener del campo. Pero eran muy pocos los que disponían de terrenos. Mientras que eran muchos los que no tenían ni donde caerse muertos. Y aquellos pocos se aprovecharon de estos muchos. Y a cambio de prácticamente nada, trabajaban las tierras cultivando lo que la naturaleza tenía a bien dejar crecer. Casi siempre en aquellas zonas que no fueron cubiertas por las coladas más recientes de las últimas erupciones volcánicas: en las manchas. En esos suelos, también, se asentaron las primeras poblaciones. Pero esta lección la podrás aprender tú solo, porque en la actualidad existe abundante documentación. ¡Ah!, cierra los ojos y no vayas a pensar que puedo estar hablando de una aldea escondida allá en el Amazonas. No, eso pasó aquí y no hace varios miles de años…
Juanito, el de Las Manchas, vivía en una vieja casa, propiedad de don José. Amplias paredes de piedra y una techumbre de tejas. En la que se pasaba frío en las noches de invierno, cuando desde el Teide bajaba un aire gélido y cortante que se metía en los huesos. Solo dos pequeñas ventanas y una puerta orientadas hacia la mar eran los únicos resquicios por los que entraba la luz. Aparte, claro está, de las varias decenas de huecos existentes en el tejado. A los que el padre de familia no se atrevía a tocar por temor a que don José se enfadara. Porque ya en una ocasión intentó hacer una pequeña chimenea para calentarse. Y no veas como se puso el dueño cuando se lo dijo. ¡Cruz, perro maldito!, que decía mi abuela.
Pues sí, vivía Juanito con sus padres y otros tres hermanos (otro varón y dos hembras). Juanito era el mayor. Tenía diez años. Y como “hombre de la casa”, debía apechugar con recados, mandados, coger comida para los animales… E ir a la escuela, algo que siempre tuvo muy claro su padre. Porque para analfabeto y bruto, él. Era Juan, el padre, una persona humilde, que no sabía hacer la o por un canuto, pero que sentía enorme rabia cada vez que en la misa de las fiestas el cura sermoneaba aquello de que todas las personas eran iguales ante Dios. Soñaba con que sus hijos no tuvieran que quitarse el sombrero ante otro don José cualquiera. Ni que sintieran el pánico y el horror que sentía él cuando lo veía aparecer por los huertos. Después de lo de la chimenea estuvo cinco días a tazas de agua porque el desgraciado se dejó cagar por las patas pa´bajo. Y se juró desde aquel ya lejano día que a sus hijos no los avasallaría nadie por mucho dinero que tuviese.
Así, día tras día, semana tras semana y mes tras mes trabajaba de sol a sol. Por las noches daba mil vueltas en el catre para conciliar el sueño. La mujer, María, estaba muy preocupada. Pero callaba y tragaba su rabia en silencio. Sabía que era testarudo como una mula y le dijera lo que le dijera no iba a solucionar nada. Por si fuera poco, el insomnio se acrecentaba cuando debían hacer de tripas corazón y tapaban con sus mantas a los pequeños que tiritaban en las cuatro tablas que hacían de cunas. Y acurrucaban sus cuerpecitos en busca del calor que sus tiernas anatomías demandaban. Desolador panorama.
Una mañana Juanito se puso muy contento. La coneja había parido ocho hermosos retoños. Con el paso de las jornadas fueron definiéndose: siete, canelos como ella, y uno, blanco como la nieve, inmaculado, sin una mancha. Y el conejo, el padre, era negro azabache. “Coño, qué raro”, se dijo Juan.
Las atenciones de Juanito hacia la nueva tropa se multiplicaron. Era más el tiempo que pasaba embobado delante de la conejera, que el que dedicaba a sus otros muchos menesteres. A pesar de las reiteradas llamadas de atención de su madre, de los continuos avisos de “a tu padre se lo voy a decir”, el pequeño, ensimismado, solo le faltaba dormir con los conejitos. Su debilidad, por supuesto, era el albino. Aquella cosa peludita, blanda como la guata, esponjosa como aquel objeto que llevó un día el maestro a la escuela y que servía, eso dijo, para bañarse, colmaba su felicidad.  Iba a dar un recado y sus flacas piernas parecían resortes. Cuando acudía a la venta, era raro que no se olvidara de algo. Estaba en el aire.
–Pero está feliz –decía Juan a su mujer– y eso es salud. Bastantes problemas tenemos nosotros, los mayores, y yo quiero que mis hijos hereden algo. Bastante tierra hemos jociquiado a cambio de unas migajas. El otro día me explicó Manuel, que algo sabe, lo que es medianero y aparcero, y cuando terminó le dije que yo no era nada de eso, que yo era un esclavo. Y se calló. Nos echamos la última y nos fuimos. Por el camino, cuando él pa´ su casa y yo pa´ esta, me soltó:
–Procura que tus hijos hagan lo que tú piensas y no lo que tú haces.
Juan y María no hablaban mucho, pero las frases que el marido soltaba de vez en cuando eran auténticas cargas de profundidad, verdaderas lecciones de las que tan necesitados estamos en épocas de abundancia.
Cuando la tropa hubo abierto bien los ojos –habían transcurrido dieciséis días desde el parto– Juanito cogió a “Blanquito” –ya lo había bautizado– y se lo llevó a su hermanita pequeña. Se llamaba Sofía, como su abuela. Eso sí que se heredaba. O el que traía el almanaque o el de un antepasado; no había más vuelta de hoja. La niña lo agarró por las orejas y el conejito movió con fuerzas sus patas traseras. Con tal mala suerte que rozó la cara de la menuda y le dejó una pequeña señal en la nariz. Lo soltó rápidamente, mientras comenzó a llorar con desconsuelo. La madre, pensando que se había caído, salió como una loca de la cocina al grito pelado…
(Continuará)

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