lunes, 8 de junio de 2015

Lirio

Me quedé sorprendido ante la consulta que realicé para saber cuántas razas de perros existían en el mundo. Cuando vislumbré aquellos dos centenares largos, ni me atreví a meterme con los gatos. Del resto de animales domésticos, borrado del pensamiento ipso facto.
Cuando uno era menudo –hace de eso unas seis décadas, aunque ya había nacido el grupo Los Sabandeños– solo hallábamos una raza, o dos, a lo sumo: chuchos o perros callejeros. Pero como no teníamos calles sino caminos, casi todos estaban al amparo de cualquier casa. Como yo viví entre plataneras hasta que me hice un hombre, recuerdo que siempre había animales en el domicilio. Aparte de la familia, claro.
Cuando relaté las andanzas de Pepillo y Juanillo, contaba en realidad las correrías de cualquier chiquillo en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado en un entorno rural. Uno habitaba en una propiedad del dueño de la finca. Y en la misma, bastantes medianeros. Que era un decir, porque a medias no iba nadie. Y no se te ocurriera sembrar un surco de papas o unos pies de millo en las orillas de cualquier huerta. Pecado mortal que implicaba la ira del jefe. Al que, tanto mis padres como los inquilinos de las otras dependencias familiares esparcidas por el vasto terreno, se le tenía miedo más que respeto. Hombre, el panorama se fue despejando con el tiempo, pero yo recuerdo permanecer encerrado, sin asomar el jocico, hasta que el coche arrancara y se perdiera de la vista. Y si te cuento que llegué a revivir aquellos tiempos ya lejanos y casi olvidados por mor de cierta moto que sigue en el garaje, lo mismo lloramos los dos.
Dicen, yo no me acuerdo, que nací en la Casona de La Gorvorana. La casa grande era en aquel entonces. Y de allí me llevaron (tampoco me acuerdo) a otra que estaba en el costado norte de la enorme platanera, casi lindando con lo que antes era El Toscal. Me contaba mi madre, en paz descanse esté, que me caí dentro de la tanquilla de lavar y casi me ahogo. Luego nos fuimos para una de las dos casas que aún resisten en El Bosque. La que se quemó hace poco. Atalaya perfecta para cuando venía mal tiempo. Cuántos vientos y aguaceros soportamos mientras mirábamos cómo se cimbreaban las palmeras del estanque. En uno de aquellos huracanes que azotaron este Norte en el cincuenta y tantos, casi desaparece el tejado. Tuvimos que guarecernos toda la noche en el chaplón de la puerta de entrada, porque la parte alta del muro contenía una madera de bastante consistencia.
Como de animales iba el asunto de hoy, cogiéndole de comer a las cabras estaba un buen día cuando llega mi padre y me dice que debemos irnos para la escuela puesto que ya el maestro había dado el visto bueno para que iniciara mis andanzas por el amplio mundo del saber. Yo iba preparado en ciencias naturales y conocimiento del medio, pero poco bagaje más a mis seis años largos. A esa edad, un chico de hoy lleva una experiencia de al menos tres cursos académicos. Y Jesús, ni la o por un canuto.
Por aquel entonces había en casa un perro negro azabache, de pelo liso y medio atravesado como toda la gente de campo que se precie, llamado Lirio. No era muy amigo del trabajo y se hacía el rácano la mayoría de las veces. Para que te acompañara a realizar las labores propias de atendimiento a los animales (al resto), había que insistir varias veces. Lo mismo temía que fuera obligado a cargar con el sustento de las vacas que el abuelo tenía en una gañanía cercana. Pero una vez dado el primer paso, allí permanecía a tu lado echando una cabezadita de vez en cuando.
En cierta ocasión no debió convencerle a mi abuelo cómo cargaba con las bellotas en aquel cesto que ya vacío me pesaba un montón, que me dio un variscazo con un ganchillo en las patas que me dejó escaldando para más de una semana. A Lirio no pareció gustarle la acción porque se le reviró al viejo (antes se era a partir de los cuarenta, a pesar de que saltaba atarjeas con una agilidad pasmosa) de mala manera. Yo creo que es la única vez que un perro se ha puesto de mi parte. Después de eso, “más nunca”. Oh, hace poco iba caminando por las aceras de cierta urbanización y salió disparado hacia la puerta (menos mal que estaba cerrada) un animal casi tan grande como yo, y me lanzó tal ladrido que del susto me hallé en medio de la calle si saber cómo demonios pegué tal brinco. Menos mal que no pasaba coche alguno en ese instante.
Lirio se enfermó. Mi padre nos dijo que tenía la rabia. Y se volvió más arisco que de costumbre. Soltaba espumarajos por la boca y no te podías acercar. Daba miedo. Pero aquello duró poco, porque apenas unos días después desapareció. Nos dijeron que se había muerto. Aunque las sospechas siempre quedaron patentes. Antes, en el campo, las molestias de los animales se cortaban por lo sano. Y las pocetas de las plataneras se constituyeron en improvisados cementerios. Abono, quizás.
Fui hace un rato a la wikipedia y analicé lo que indicaba de esa enfermedad. Pensé cuánto hemos adelantado en tan poco tiempo. Es tal la información encontrada que me parece mentira la comparación con los hechos del otro día mismo. Cierras los ojos, recapitulas y crees haber vivido varios siglos.
A los gatos, sin embargo, no se les solía ‘bautizar’. Como aquel que se ponía a dormir plácidamente en la ventana del corredor de la aludida casa de La Gorvorana (donde se hallaban –en pasado– los frescos de Bonnín) y bajaba en el día una altura de más de tres metros empujado por cualquier mano inocente con el único objetivo de comprobar si caía de pie. Pero era bobo, tremendamente idiota, porque volvía a colocarse en el mismo sitio. Fue un precursor del vuelo sin motor. O de la caída libre.
Bueno, nos vemos mañana. ¿Ya acabó el partido del Barcelona? ¿Que sigue en el descanso? Vale.

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