martes, 9 de febrero de 2016

Qué pene

Puede que te haya causado sorpresa el titular. Quizás estés pensando que me equivoqué y cambié una a por una e: Qué pena. Pero no, has leído bien. Y te lo intentaré explicar:
Ayer por la mañana, antes de que Manolo me llamara ignorante cuando leyó la propuesta para buscar los 140.000 euros que debe aportar el ayuntamiento al denominado plan de empleo, y después de caminar un rato (poco, la verdad, de mi casa a La Montaña y regreso), me sorprendió determinada información (curiosidad, eco de sociedad, suceso, gilipollez –qué mala leche– o vaya usted a saber) que por razones evidentes de edad me dejó patinando, como los coches que resbalan en los pasos de peatones a causa de la pintura barata que compran los ayuntamientos. No, qué va, a ti no te ha pasado. Te deslizas hasta después de borrado. O no habrás pasado por Los Barros.
Menos mal que uno se ha modernizado y tiene a doña Internet para salir de estos casos de dudas más que razonables. Y sin haber accedido a los cursos de formación de cualquier fundación bancaria. Uno solito, a base de equivocaciones y errores, cargándote ficheros y carpetas pero levantándote después de cada tropiezo. Lo de levantar, aposta.
Parece ser –qué ignorantón sexual estoy hecho, no pasé de las cuatro reglas (qué mala leche otra vez)– que pululan tantos entretenimientos en esta faceta del placer, que algunos excesos pueden causar malas pasadas en lugares que duelen un montón si los tratas al estacazo. Vamos, como cuando te dan un balonazo en las protuberancias y te quedas más encogido que un higo pasado. No digamos nada cuando te cogen… Sigue tú.
En no sé qué estado de excitación se encontraba cierto individuo lituano que tuvo la infeliz ocurrencia de colocarse en el órgano humano masculino bautizado como miembro viril nada menos que cuatro anillos… de acero. Y aquello se le inflamó. Todavía más, claro. El duro metal no dilató lo suficiente con el calor del volcán en erupción y lo aprisionó hasta extremos insospechados. Que si es por el cogote, para entendernos, se asfixia el pobre hombre.
Al no disponer el equipo médico en el hospital de Denia (Alicante) del instrumental adecuado, tuvieron que llamar a los bomberos para sofocar aquel fuego inguinal. Te puedes imaginar la escena. Por muy acostumbrados que estén en urgencias a las sirenas y luces de las ambulancias, lo del camión (incluidas escalera y manguera –fuerte mala leche por tercera vez–) tuvo que ser un espectáculo de órdago. Cómo desfiló esa tropa de galenos improvisados, máquina dremel de precisión en ristre, con paso marcial a través del quirófano. Dos por el costado izquierdo y otro para por el derecho. Pues tuvieron que cortar por ambos lados. No había manera de doblar el acero. Y extraérselos al tirón… quita, quita.
Como la temperatura seguía ascendiendo con la delicada intervención, y el paciente gritaba sin saberse a ciencia cierta si eran orgasmos de dolor o de placer, hubo que rociar de manera casi permanente la zona en conflicto con suero fisiológico ante el peligro evidente de una emisión en toda regla. A punto estuvieron de llamar al amigo Javier Dóniz para que controlara el nivel de magma y las corrientes de convección.
Todo acabó felizmente. Cuando nuestro hombre se vio liberado de los malditos anillos, se prometió que jamás volvería a emular a Saturno. Se conformaría con Mercurio, más pequeño pero más caliente (por su cercanía al Sol, por supuesto). Y firmó un acta de reconciliación para, en futuras ocasiones, seguir el manual de instrucciones al pie de la letra y dejarse de experimentos raros que pudieran poner en peligro sus ‘compromisos’.
Si hubiese actuado en consecuencia con las directrices emanadas de las tiendas especializadas (mi visita a Internet, como antes te señalé, fue muy fructífera; por si… ja, ja, ja, iluso), el susodicho habría escogido el material y modelo adecuados a las características físicas (medida, tamaño, grosor) de la pieza objeto del repentino disfrute. Intuyo, además, que debió olvidar, en el arrebato de locura, el llevar a cabo la división entre 3,14, algo fundamental, para obtener el diámetro (del aparato), que debería ser unos milímetros menor que el del otro (aparato) para que la holgura permita la libre circulación de lo que tenga que transitar. Responde todo ello a la lógica más elemental y a las normas de tráfico más comunes. Chiquita lección hubiese impartido mi primo Juan Antonio. Y de atascos sabemos mucho en esta isla. En Alicante, y a los hechos me remito, de turrones. De los duros.
Habrás comprobado que no dejo entrever pena alguna en las líneas redactadas. Ya se sabe que sarna con gusto no pica. No se me ocurre darle consejo alguno al lituano porque se presta a la rima fácil. Y la décima con mano y ‘trasero’… Quieto.
Hasta mañana.

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