lunes, 23 de mayo de 2016

Catecismo digital

Puede que no sea yo el más adecuado para este comentario. No tanto por desconocimiento, que también, cuanto por el hecho harto conocido, y en este mismo medio esbozado en diferentes ocasiones, de ser uno de los escasos españoles que presume de no depender del teléfono móvil.
No es ello óbice, y aquí en objetividad le gano al más pintado, para comprobar que las estupideces se acrecientan de manera alarmante. Los hechos me recuerdan tiempos afortunadamente idos (más que nada por miserias y penurias que no por mentes despiertas e inteligencia natural) en que fuimos capaces de sobrevivir sin psicólogos, logopedas ni maestros de educación especial (Pedagogía Terapéutica). Si muchos de aquellos progenitores tuvieran la oportunidad de meterse en una máquina del tiempo y avanzar cinco, seis o siete décadas, puede que del patatús regresen al lugar de procedencia. Porque nos hemos vuelto mimosos hasta decir basta. Y no entiendan con estos pareceres que es mi deseo quitarle el trabajo a muchos profesionales que han proliferado en torno al mundo de la enseñanza y la educación. Cuyos dictámenes e informes casi siempre van en función de que las visitas se sigan produciendo. Y que tienden a no contrariar demasiado al que los encarga. Y paga, claro. Vamos, como las encuestas, sin ir más lejos. ¿Cómo? Me limito a plasmar por escrito lo que muchos piensan en silencio o lo más, por lo bajini, en círculos muy reducidos.
Leí este pasado sábado cierto artículo acerca del problema del uso de los móviles por los menores de edad. Y me quedé tan o más espeso de lo que ya estaba. Y lo sigo estando, para qué engañarte. Pues parece ser la moda y el regalo estrella a los que hacen la primera comunión es el artilugio de marras. El más sofisticado. Con conexiones a todos los satélites que merodeen por los alrededores espaciales. Porque sus amigos, sin excepción, lo tienen y él no va a ser menos.
Podría contar mil aconteceres de mi época docente. Del otro día mismo, no vayas a creer. Y como el devenir por aulas corrió paralelo a muchos adelantos tecnológicos, algo de experiencia acumulamos. Es que lo necesita para estar localizable. Como si en el centro docente no se tuviese previsto en sus normas de funcionamiento la posibilidad del aviso inmediato en caso necesario. Y no a través de un solo contacto.
Cuando se debió recurrir a plasmar en el reglamento de régimen interno las instrucciones pertinentes para que el desarrollo de las clases no se convirtiera en un espectáculo musical de diverso y amplio espectro, un servidor estipulaba el siguiente convenio en el día de la presentación. Así ocurrió en los últimos cursos de mi trayectoria en el IES Mencey Bencomo: Desde el instante en que mi teléfono móvil suene mientras yo permanezca en el aula, permiso concedido para que ustedes no deban desconectar sus aparatos. Por supuesto, no hallé uno que no dispusiera del modelo más puntero. Ni que decir tiene que el mío jamás emitió melodía alguna. Y de los alumnos, durante siete cursos, solo uno sonó en cierta ocasión. Se lo retiré, lo deposité en secretaría y allí permaneció hasta el final del trimestre. El día de inicio de las vacaciones –creo recordar que las de Semana Santa– y tras el aviso oportuno, se lo entregué a su madre. El procedimiento había sido pactado en la primera reunión (visita de madres/padres, que se denomina) del curso.
Ya pasaron las bicicletas a ser regalos obsoletos. El móvil es lo que mola. A los nueve, diez, si no antes. Los expertos recomiendan  a los catorce. ¿Y por qué no me llevan de ejemplo de cómo alcanzar edad provecta sin sujeciones ni esclavitudes? No, hay que vender a toda costa. Y a todo coste. Eso sí, estipularemos un código ético, un catecismo digital. Ahí lo tienen. Para que el infante compruebe que Internet viene a ser el demonio aquel con el que nos asustaba el cura de turno. Acecha un peligro evidente y puedes cometer grave pecado con los usos inadecuados, con los abusos. ¿No te recuerda lo de bájate de ahí que te vas a caer? Sí, mientras la madre lo acompaña al colegio, le carga la maleta y el chico salta y brinca por encima de cualquier pared.
Es que yo no lo tuve y no voy a permitir que mi hijo sufra las penalidades que yo soporté, porque mis padres fueron muy exigentes y no me dejaron pasar ni una. Motivo más que suficiente para que tú, al fin de equilibrar la descompensada balanza, le des al tuyo todo lo que pida –y más, motu proprio– en las cuatrocientas fiestas que a lo largo del año aparecen. Y si no te las inventas porque mi niño…
Es un niño, carajo, y debe vivir como tal. Jugar. Desarrollarse en consonancia con la edad. Ejercitar sus capacidades. Demostrar actividad permanente. Y el móvil lo vuelve idiota, lo hace depender de una máquina y le coarta su creatividad. Que corra, brinque y salte. Que se caiga y se haga un corte. Que le salga sangre y llore desconsoladamente. Que viva como lo que es, como un niño. Etapa en la que el juego es determinante, primordial, fundamental. Deja que vuele con su imaginación. Que potencie su curiosidad por todo lo que la naturaleza le brinda. No lo ates a una pantalla. No lo conviertas a tan temprana edad en otro adulto frustrado. Tiempo habrá para preocupaciones.
Mejor que de los 10 mandamientos de la ilustración hagas tú el comentario. O, cuando menos, recapacita un rato en si no estamos creando monstruitos desde la etapa de Primaria (es en cuarto cuando suele hacerse la mencionada comunión). Tengo un nieto, el tercero, que me debe estar dando la razón. Tiene catorce meses y aún no camina. Yo creo que me ha entendido los escritos y se habrá dicho que para qué apurarse. Con el hecho de gatear cumple con sus necesidades vitales y se halla más cerca del suelo, con más apoyos y un suplemento de seguridad. Todo en su momento.
Catecismo digital. Manda móviles. No toques eso. Basta la advertencia y hecho trizas en el piso. No fumes, que es malo, díjole con el pitillo en las bembas. Hasta mañana.

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