Puede que no
sea yo el más adecuado para este comentario. No tanto por desconocimiento, que
también, cuanto por el hecho harto conocido, y en este mismo medio esbozado en
diferentes ocasiones, de ser uno de los escasos españoles que presume de no
depender del teléfono móvil.
No es ello
óbice, y aquí en objetividad le gano al más pintado, para comprobar que las
estupideces se acrecientan de manera alarmante. Los hechos me recuerdan tiempos
afortunadamente idos (más que nada por miserias y penurias que no por mentes
despiertas e inteligencia natural) en que fuimos capaces de sobrevivir sin
psicólogos, logopedas ni maestros de educación especial (Pedagogía
Terapéutica). Si muchos de aquellos progenitores tuvieran la oportunidad de
meterse en una máquina del tiempo y avanzar cinco, seis o siete décadas, puede
que del patatús regresen al lugar de procedencia. Porque nos hemos vuelto
mimosos hasta decir basta. Y no entiendan con estos pareceres que es mi deseo
quitarle el trabajo a muchos profesionales que han proliferado en torno al
mundo de la enseñanza y la educación. Cuyos dictámenes e informes casi siempre
van en función de que las visitas se sigan produciendo. Y que tienden a no
contrariar demasiado al que los encarga. Y paga, claro. Vamos, como las
encuestas, sin ir más lejos. ¿Cómo? Me limito a plasmar por escrito lo que
muchos piensan en silencio o lo más, por lo bajini, en círculos muy reducidos.
Leí este
pasado sábado cierto artículo acerca del problema del uso de los móviles por
los menores de edad. Y me quedé tan o más espeso de lo que ya estaba. Y lo sigo
estando, para qué engañarte. Pues parece ser la moda y el regalo estrella a los
que hacen la primera comunión es el artilugio de marras. El más sofisticado.
Con conexiones a todos los satélites que merodeen por los alrededores
espaciales. Porque sus amigos, sin excepción, lo tienen y él no va a ser menos.
Podría contar
mil aconteceres de mi época docente. Del otro día mismo, no vayas a creer. Y
como el devenir por aulas corrió paralelo a muchos adelantos tecnológicos, algo
de experiencia acumulamos. Es que lo necesita para estar localizable. Como si
en el centro docente no se tuviese previsto en sus normas de funcionamiento la
posibilidad del aviso inmediato en caso necesario. Y no a través de un solo contacto.
Cuando se
debió recurrir a plasmar en el reglamento de régimen interno las instrucciones
pertinentes para que el desarrollo de las clases no se convirtiera en un
espectáculo musical de diverso y amplio espectro, un servidor estipulaba el
siguiente convenio en el día de la presentación. Así ocurrió en los últimos
cursos de mi trayectoria en el IES Mencey Bencomo: Desde el instante en que mi
teléfono móvil suene mientras yo permanezca en el aula, permiso concedido para
que ustedes no deban desconectar sus aparatos. Por supuesto, no hallé uno que
no dispusiera del modelo más puntero. Ni que decir tiene que el mío jamás
emitió melodía alguna. Y de los alumnos, durante siete cursos, solo uno sonó en
cierta ocasión. Se lo retiré, lo deposité en secretaría y allí permaneció hasta
el final del trimestre. El día de inicio de las vacaciones –creo recordar que
las de Semana Santa– y tras el aviso oportuno, se lo entregué a su madre. El
procedimiento había sido pactado en la primera reunión (visita de madres/padres,
que se denomina) del curso.
Ya pasaron
las bicicletas a ser regalos obsoletos. El móvil es lo que mola. A los nueve,
diez, si no antes. Los expertos recomiendan
a los catorce. ¿Y por qué no me llevan de ejemplo de cómo alcanzar edad
provecta sin sujeciones ni esclavitudes? No, hay que vender a toda costa. Y a
todo coste. Eso sí, estipularemos un código ético, un catecismo digital. Ahí lo
tienen. Para que el infante compruebe que Internet viene a ser el demonio aquel
con el que nos asustaba el cura de turno. Acecha un peligro evidente y puedes cometer
grave pecado con los usos inadecuados, con los abusos. ¿No te recuerda lo de
bájate de ahí que te vas a caer? Sí, mientras la madre lo acompaña al colegio,
le carga la maleta y el chico salta y brinca por encima de cualquier pared.
Es que yo no
lo tuve y no voy a permitir que mi hijo sufra las penalidades que yo soporté,
porque mis padres fueron muy exigentes y no me dejaron pasar ni una. Motivo más
que suficiente para que tú, al fin de equilibrar la descompensada balanza, le
des al tuyo todo lo que pida –y más, motu proprio– en las cuatrocientas fiestas
que a lo largo del año aparecen. Y si no te las inventas porque mi niño…
Es un niño,
carajo, y debe vivir como tal. Jugar. Desarrollarse en consonancia con la edad.
Ejercitar sus capacidades. Demostrar actividad permanente. Y el móvil lo vuelve
idiota, lo hace depender de una máquina y le coarta su creatividad. Que corra,
brinque y salte. Que se caiga y se haga un corte. Que le salga sangre y llore
desconsoladamente. Que viva como lo que es, como un niño. Etapa en la que el
juego es determinante, primordial, fundamental. Deja que vuele con su
imaginación. Que potencie su curiosidad por todo lo que la naturaleza le
brinda. No lo ates a una pantalla. No lo conviertas a tan temprana edad en otro
adulto frustrado. Tiempo habrá para preocupaciones.
Mejor que de
los 10 mandamientos de la ilustración hagas tú el comentario. O, cuando menos,
recapacita un rato en si no estamos creando monstruitos desde la etapa de Primaria
(es en cuarto cuando suele hacerse la mencionada comunión). Tengo un nieto, el
tercero, que me debe estar dando la razón. Tiene catorce meses y aún no camina.
Yo creo que me ha entendido los escritos y se habrá dicho que para qué
apurarse. Con el hecho de gatear cumple con sus necesidades vitales y se halla
más cerca del suelo, con más apoyos y un suplemento de seguridad. Todo en su
momento.
Catecismo
digital. Manda móviles. No toques eso. Basta la advertencia y hecho trizas en
el piso. No fumes, que es malo, díjole con el pitillo en las bembas. Hasta
mañana.
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