El Benchijigua, que iba enfilado hacia la playa de La Guancha,
cambó un fisco a la derecha (viró a
estribor, más en plan náutico) y saludó al Cristo de El Machal (sin
miserias, a lo grande, por si resucita Colón, ahora que estamos en mes
colombino) con tremendo bocinazo, cuando me pareció que Agustín, el fachadas, saludaba desde el mirador
de La Hila. Pero sacudí la cabeza porque nuestro hombre emigró décadas atrás.
Aunque recordé sus disertaciones cuando nos acompañó, allá por los ochenta, en
una gira de tres días (estancia en la antigua Escuela-Hogar) con los alumnos de
Quinto del colegio realejero de Toscal-Longuera, y nos relató hasta el número
de curvas existentes entre Agulo y Vallehermoso, entre otras lecciones de
geografía e historia.
Qué maravilla contemplar en La Villa (vaya pareado más tonto)
los contenedores soterrados funcionando a pleno rendimiento. Ya bien los quisiéramos
en mi pueblo para evitar suciedades y malos olores. Sentí sana envidia.
Debí darme la vuelta en la cama porque se me reflejó con exquisita
nitidez la nueva vía desde la Avenida de los Descubridores hasta el Hospital
Insular por uno de los costados del barranco. Y confieso que valió la pena
invertir un poco más de treinta millones de euros por un kilómetro escaso.
Pero, pensé, si la rotonda de Orijamas (una maravilla, con un ornamento vegetal
sin parangón) supuso una poquedad (algo superior a seiscientos mil euros;
vamos, lo que tú y yo llevamos en el bolsillo para los cortados), si no fuera
por el amigote del alma, la nueva vía que haga olvidar el aislamiento de El
Molinito estaría al caer, porque por estos lares no significan mayor problema
los presupuestos. Es más, cuanto más sublimes, más rápido y fácil se consiguen.
Aquí se estilan los concursos de magia en los que los billetes se multiplican
incrementando su valor exponencialmente.
¿Y qué alegar de la rica miel de abeja que pude degustar en
Agulo? Otro indudable éxito. Cuando en otros lugares no prestamos el más mínimo
caso a estos insectos himenópteros, aquí se mima, en otras dependencias con muy
altas y cualificadas prestaciones, el trabajo de estas eficientes obreras. La
Casa de la miel (de abeja) –no confundir con la que hallamos en Alojera
(Vallehermoso)– constituye otro éxito sin parangón en el devenir gomero. Qué
visión de futuro, cuánto adelantado en la gestión empresarial, qué exquisitos
productos con los que chuparte los dedos. Y a los detractores, la recomendación
de no caer en la tentación de reducir planteamientos a meras cuestiones crematísticas.
Cuando los objetivos se alcanzan, quedan muy al margen los análisis dinerarios
simplistas.
Qué sueño más satisfactorio. Claro, con la miel en los
labios, subí al Juego de Bolas. Y, como por arte de magia, surgió ante mí el majestuoso
mirador. Con unas vistas sobre el barranco de La Palmita impresionantes. Corta
se quedó aquella primera visión desde el de Abrante. Esta era diferente, verde
exuberante, naturaleza en estado puro, magia, placidez. Bajo la plaza-mirador,
un amplísimo salón multifuncional que albergaba una exposición de fotografías
que trataba la evolución del hombre, bueno, de un hombre público:
(finalizamos en la próxima)
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