–Que no fue
nada, má, un fisquito raspón –dijo Juanito, intentando suavizar la situación.
–Te voy a
coger y te esporruño los bezos, que estás en el aire con el dichoso conejo…
¡El conejo!
¿Dónde estaba? Juanito salió disparado para el mollero, dejando a su madre con
la palabra en la boca. La buena mujer se fue a lavar la cara de la niña,
porque, efectivamente, el roce apenas se notaba en su respingona naricilla.
Al rato hace
acto de presencia Juanito con Blanquito en su manos. El pobre animalillo había
corrido peor suerte. Debió trincarse una pata delantera con alguna piedra y
emitía unos tremendos chillidos cada vez que el niño intentaba explicar a su
madre cómo lo había encontrado. La pobre mujer no sabía qué hacer. Hasta que le
pareció lo más conveniente envolverle la pata con un cacho de trapo y lo puso
en una caja. El padre se hallaba echando una mano a su amigo Manuel. Esperaba
que Juan, cuando regresara por la tarde, encontraría una solución mejor para el
infortunado conejillo.
Cuando Juan
llegó a casa contempló un panorama desconsolador. La madre, sentada en un banco
y con Sofía en sus brazos; y los otros tres, Juanito, Miguelito y María,
alrededor de la caja en la que el animalito seguía con sus quejidos lastimeros.
Una vez enterado de lo que había ocurrido, agarró a Blanquito, le observó la
pata accidentada, frunció el entrecejo, lo volvió a depositar en el recipiente
y salió sin decir absolutamente nada.
–¿Qué pasa,
má? –acertó a decir Juanito. Pero no obtuvo respuesta.
María se
levantó, dejó la niña con sus hermanos y salió en busca del marido. Juan estaba
pelando unas cañas al lado de la conejera.
–¿Se curará,
Juan?
–Jodido lo
veo, el pobre tiene la pata muy mal. Voy a sujetarla con estas cañas y unas
badanas, pero…
No concluyó
la frase ni la mujer quiso indagar más. Cuando hubo acabado con los
preparativos le indicó a María que se llevara a los chicos de allí.
–Vamos a ver
a tía.
–Yo no quiero
ir –protestó Juanito–. Yo me quedo con Blanquito.
–Vamos, que
tu padre lo va a curar.
–Yo me quedo.
–Tú te vas
con tu madre.
Todos miraron
hacia la puerta. El padre, con el sombrero calado casi hasta los ojos, traía el
material que había preparado en la mano. Juanito fue el primero en levantarse.
Tenía muy claro qué órdenes no podían discutirse. Al rato, los cinco caminaban
despacio por el sendero rumbo a la casa de la tía Antonia.
Regresaron
pasadas las ocho de la tarde. El sol se
ocultaba ya detrás de La Gomera. El
padre se estaba lavando las patas en la tanquilla. Juanito le preguntó:
–¿Y
Blanquito, pá?
–En la
conejera está, con su madre.
–¿Se pondrá
bien, pá?
–No lo sé,
pero no te hagas muchas ilusiones.
El padre era
seco como los parajes del Sur. Tremendamente seco. También con su familia. Y
por la noche la madre se lo reprochaba en voz baja. Pero él insistía en que no
podía engañar al crío, porque el animal estaba bastante mal y si escapaba era
un milagro. Juanito, mientras tanto, no dormía y escuchaba toda la conversación
e intentaba tragar saliva, pero su boca estaba seca. Tan seca como el carácter
de su progenitor. Que pretendía hacerlos hombres y mujeres de provecho,
preparados para la vida. Pues Juan no entendía de progreso y creía que el
futuro podría ser igual de negro que el presente. Por eso quería en casa gente
curtida, que supiera afrontar adversidades.
Aunque un
atisbo de esperanza y un resquicio de aires nuevos pasaban de vez en cuando por
su mente. Y vistas las circunstancias no fue capaz de contar a la mujer que
había jugado dos duros con Manuel en la quiniela. Y que este, una vez
depositado el boleto en Tamaimo, quiso dejar el resguardo a Juan para que lo
guardara, a lo que Juan se negó. Primero, porque confiaba ciegamente en su
amigo, en el que veía un modelo de instrucción y seriedad; y segundo, porque
aparte de él no tener un sitio seguro en casa, sentía pánico ante la posible
reacción de María. Juan era consciente de que tendría que suprimir unos buenos
vasos de vino, único consuelo y diversión de su dura existencia…
(Concluiremos mañana)
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