El día
siguiente fue severo. Blanquito, como un desdichado guiñapo, permanecía casi
inerte en una esquina, mientras sus hermanos retozaban en el recinto. Juanito,
tras mandarse la escudilla de leche con gofio, cumplía a duras penas con sus
obligaciones. Un ir y venir constantes para ver cómo estaba el conejillo,
fueron sus únicos entretenimientos en aquella larga mañana.
Por la tarde,
tras acompañar a su padre para coger un saco de yerba, sufrió el más duro
trance que su corta vida le había deparado. En uno de los tantos viajes a la
conejera se percató de que Blanquito no estaba. Una primera reacción fue la de
sentirse muy contento al creer que se había puesto bueno y podía hallarse en la
madriguera con su madre. Destapó la misma y quedó paralizado ante aquella
visión. El animalito, puede que cuidadosamente colocado por la coneja, se
encontraba envuelto por los restos de pelos acumulados para el parto. Sus
desorbitados ojos parecían hacer un último esfuerzo por ver lo que jamás ya
vislumbraría. Juanito lo observó con detenimiento y pudo comprobar que en su
cuerpecito no se notaba el clásico movimiento de la respiración. Y quizás aquel
cólico postrero antes de expirar lo había transformado completamente. Daba
pena. El blanco inmaculado se había tornado un
canelo grisáceo asqueroso. No soltó una lágrima porque ya se había hecho
a la idea de que aquello podía suceder. Pero se sintió muy mal. Aun así, lo
cogió, lo limpió como mejor pudo y llamó a su madre:
–Má, lo voy a
enterrar. Blanquito se murió, pero ahora la madre tendrá más leche para los
otros hermanos.
La madre
asintió. Qué otra cosa podía hacer. Viendo la entereza de Juanito, solo se le
ocurrió coger a sus otros tres hijos, llevarlos para dentro y ocultarles
aquella escena.
Con la ayuda
de un palo, Juanito fue cavando un pequeño hoyo en la esquina de uno de los
huertos del terreno de don José. Debajo del viejo y seco almendro en el que ni
los pájaros se posaban. Cuando hubo finalizado, depositó el cuerpecillo del
infortunado animal en la tumba y lo fue cubriendo con la tierra que antes había
retirado. Hizo una cruz con dos ramitas del propio almendro y la hundió en el
suelo con sumo cuidado. Se arrodilló y, a su modo, musitó una última oración.
Esa noche
Juanito apenas durmió. O eso quiso intuir su madre cada vez que lo sentía dar
vueltas sobre las renqueantes tablas del camastro…
Juanito se
despertó bien temprano. Era sábado. Salió al patio y comprobó que los primeros
rayos del sol comenzaban a iluminar la costa. Desde su casa en Arguayo
disfrutaba de una panorámica excelente. Algunas lanchas volvían de la faena
pesquera nocturna. Se desperezó con tanta vehemencia que el bostezo sobresaltó
a su mujer.
–Anoche tuve
un sueño raro. Bueno, creo haber recordado muchos pasajes de aquella niñez.
Esta mañana iré a poner unas flores en las tumbas de mis padres.
–¿Y no sería
las copas de más que tomaste en la boda de Guacimara?
–No, creo que
no.
Se aseaba con
parsimonia y se quedó buen rato contemplándose en el espejo.
–Se notan los
años –se dijo–. Parece mentira que ya lleve dos años jubilado.
Se desayunó.
Sí, otra vez su escudilla de leche con gofio. Bajó al garaje, arrancó el coche
y se dirigió a los terrenos de la niñez. Se sentó bajo aquel almendro en flor
–el mismo que floreció en la mañana siguiente de la muerte de Blanquito–, cerró
los ojos y habló un rato con “los viejos”. Esbozó una sonrisa cuando rememoró
el instante en que Manuel, corriendo a todo meter, llegó al chozo para
comunicarles lo de la quiniela, y las gentes del lugar cambiaron lo de “en
Tamaimo cayó un rayo” por lo de “en Tamaimo cayó un boleto de catorce”; de cómo
saltaron y brincaron los menudos porque jamás habían visto a sus padres tan
alegres…
–Don Juan,
don Juan…
–Coño, me
volví a embelesar.
Era Yeray, el
hijo de Felipe, el que tenía a medias aquellas hermosas huertas, ahora
felizmente sorribadas.
–No tienes
que llamarme don Juan. Yo soy Juanito y el que estas parcelas sean mías no
significa que yo sea superior a ti, Yeray. Se acabaron los tiempos de don José,
¿me entiendes?
El muchacho,
de unos diez años, pelirrojo, pecoso, con cara de pillo, viendo que su padre se
acercaba, le contestó:
–Sí.
–Sí, don
Juan, –le corrigió su padre…
Bueno,
imagínate el resto, porque los cuentos sueños son. ¿O no era así?
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Por la zona
de mi cuento, los almendros lucen esplendorosos y las fotografías inundan las
redes sociales. Debe ser que Blanquito marcó su impronta.
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