Llevo unas
noches en que el sueño no llega con la suficiente profundidad. Es demasiado
liviano, superfluo, que no melifluo. Además, me despierto de madrugada y me
cuesta horrores volver a los brazos de Morfeo. Todo ello acompañado de raras
pesadillas. Y a pesar de que lo intento, jamás me veo en la situación de haberme
sacado la Primitiva
y disfrutar de unas excelentes vacaciones allende los mares. O más allá
todavía. Pero con una de tres, qué va. Te cuento la (pen)última:
El mismo día
que Rajoy anunció el adelanto (un semestre) de la rebaja del IRPF y de que las
previsiones de crecimiento económico pasaban del 2,9% al 3,3% (¿se percatan
ahora del porqué es tan importante que compartan conmigo la idea de que haya
elecciones cada año, a lo sumo?), cayó la casualidad de que la pesadilla
nocturna, en vez de celebrar la buena nueva con un buen tenderete estilo
romería, se decanta por la ley mordaza. Y va y lo adereza con un pasaje de la
lectura que pretendía correr tupido velo a los acontecimientos del día (el libro
de la mesa de noche). Con toda seguridad, la sustancia gris mandó al carajo el
anticipado y chapucero ‘aguinaldo compra-votos’ (expresión que localicé en un
artículo del periodista Juan Ramón Rallo) y se creó tal conflicto de intereses
en el subsuelo craneal que chocaron las neuronas causando un estropicio total.
Chiquito
rollo me armé yo solito. Había puesto un comentario en Facebook (no te olvides de
que se trata de una alucinación) y no debió convencerle a la autoridad
gubernativa. Y me detuvieron, tú. Vinieron a buscarme a casa y me llevaron
esposado. Todo por no dejar el perfil como lo tenía (compartir con los amigos)
y lo hice público. Como el de los políticos, sin ir más lejos.
Me tuvieron
encerrado en una vieja comisaría (a la antigua usanza) y allí pasaba los ratos
entre los interrogatorios fumando como un descosido. No sé si fueron días u
horas el período que me tuvieron entre aquellas cuatro paredes con las
correspondientes salidas al despacho en el que me asaeteaban a preguntas
inconsistentes. En uno de ellos me sentí responsable de la crisis griega.
Qué horas más
amargas. Hasta que me desperté. Afortunadamente. Respiré profundamente y la
habitación se había impregnado del maldito olor de tanto cigarro. Yo que lo
había dejado hace casi cuarenta años. Salí disparado para el baño y me senté un
rato a… cavilar. Claro, ‘El toque de ánimas’, cuento de Ángel Guerra (seudónimo
del escritor y periodista conejero José Betancort Cabrera), que leí hace un
instante apenas.
Dentro de mi
ateísmo manifiesto, me cagué en todos los santos que me pasaron por la mente:
San Mariano, San José (Manuel), San Luis (el guindo), San Cristóbal… Hasta de la Virgen de los Dolores me acordé.
Y de Santa Soraya, vaya, vaya.
Peor el
remedio, tú. Porque cuando volví a la posición horizontal, el cerebro parecía
una cafetera a punto de escupir su contenido. Tantas fueron las vueltas, que
debí transmitir la inquietud a la sábana (de abajo). A las muchas, y al tiento,
me percaté de que la mayor parte de su superficie se hallaba debajo de la cama.
Ya notaba yo un tropiezo, ya. La almohada también desapareció por la rendija de
la cabecera. Qué noche, qué primeras horas del día siguiente. Esto es el
influjo de la luna llena, pensé. Me volví a levantar. Abrí un fisco la puerta
del balcón. La cortina apenas se movió. ¿Será la calor?
Encendí la
luz. Agarré el lápiz que guardo con mimo en la primera gaveta junto a un cacho
de papel:
Me cago en la ley
mordaza,
en los que quieren
callarme,
soy libre para
expresarme,
para contar lo que
pasa.
No hagan de mi
carnaza,
que me reviro
indignado,
y cuando escribo cabriado
suelo afinar
puntería:
Me podrás tener manía
pero
no me has enterrado.
Jolines,
espero no tener que recurrir a las pastillas. Deberé apagar tele y ordenador,
caminar unas catorce horas diarias, clausurar el blog, darme de baja… Cállate,
bobo, si no lo vas a hacer. Si no puedes dormir, te jodes y te aguantas.
Sean felices,
descansen bien y hasta mañana.
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