Dudé varios minutos en si titularlo Golfos de las ondas,
pues son, fundamentalmente, audiovisuales los que se llevan la palma. No solo
proliferan eminentes comentaristas en las múltiples tertulias que vislumbramos
las veinticuatro horas del día –y más– sino que los conductores de dichos
programas (sigamos llamándolos así, qué remedio) se suman a la escandalera,
dándole al conglomerado una pátina marrón que suelta tal tufillo asqueroso que
tumba al más resistente. Y de camino se lleva por delante códigos
deontológicos, éticas profesionales y cualquier otro sagrado concepto
relacionado íntimamente con el buen hacer. Como en cualquier otra faceta de la
vida.
En una especie de contagio morboso, cual pandemia al uso, la
moda se extiende hasta extremos insospechados. Y uno, muy a su pesar, se
muestra condescendiente cuando el medio en cuestión es privado y se rige por la
dinámica empresarial. Y si quien paga es el que manda y dicta líneas a seguir,
nos queda la libertad de cambiar de dial o desenchufar el aparato.
Más complicado se torna el afer cuando de un medio sostenido
con fondos públicos se trata. Porque ya no nos vale la opción anterior, sino
que es menester velar por el uso correcto de lo recaudado con nuestros
impuestos. Qué menos podremos exigir.
Están colocando la profesión a los pies de los caballos.
Echando por la borda el inmenso caudal acumulado. Llenando de inmundicia un
vasto campo y soslayando sagrados preceptos constitucionales. Amparados en los
cuatro que ríen gracias y cuya misión consiste en aplaudir con las orejas y
pringarse hasta las cejas con llamadas laudatorias. La culpa, obviamente, de
las operadoras telefónicas con su modalidad del todo incluido. E hinchándose
los pavos. Que no dudan en echar mano de las comparaciones de rigor, para meter
en la misma bolsa de la basura a compañeros que sí están por la labor digna.
Amparados en que surja, una vez más, lo de perro no come carne de perro. Lo
malo es que los decentes caen en la trampa y aflora el quimérico corporativismo.
Allá cada cual. Ejemplos en el panorama nacional, una tonga, porque unos
cuantos me parecen pocos.
Leía, días atrás, a Soledad Alcaide Alonso, defensora del
lector (El País), y de uno de sus artículos rescato:
En un momento de gran
ruido informativo, en el que los partidos son emisores directos de información
en plataformas diversas, los periodistas deben esforzarse en clarificar la
procedencia de las noticias que publican.
La información no es
de las instituciones, sino de los ciudadanos. Por eso, los periodistas deben
rebelarse en su nombre. También los medios y las asociaciones profesionales que
quieran sumarse. A cumplir con la exigencia ética de aclarar en cada noticia,
en cada párrafo si es preciso, de dónde se obtiene la información. A poner en
valor el esfuerzo que se hace buscando las fuentes adecuadas para cada historia.
A rechazar que sea el poder el que decida cómo ser tratado informativamente.
Cuando los departamentos de prensa pidan ser citados como fuentes, debemos
negarnos, porque no son fuentes, son portavoces. Es vital resistirse a ser
meros papagayos de la información.
Sí, le asiste toda la razón. Lo bueno sería responderse a
este simple cuestión: ¿Quién es periodista? ¿En qué consiste ser periodista? Y
si es una institución el paganini, ¿vigila esta o vela para que la información
no lleve adherida etiquetas o parches? Al no interesarle lo más mínimo,
coadyuva a que los golfos campen a sus anchas. El caldo de cultivo de las
pomposamente denominadas fake news encuentra abono en este amarillismo
pringado. Bueno, yo prefiero usar “canelismo”, mucho más acorde con colores,
sabores y olores. Miasmas deletéreos, que se usaba mucho en la prensa de años
idos. Me niego al socorrido soporte de prensa rosa, cuando deberíamos
manifestar con total rotundidad que se trata de prensa marrón, porque nace en y desde las profundidades
intestinales. Que les aproveche. No, a ustedes, no; a ellos, a los golfos.
Y si crees que pensaba en Inda, Losantos, Marhuenda... También.
No hay comentarios:
Publicar un comentario