miércoles, 9 de diciembre de 2009

Por La Gomera

El 21 de agosto de 1962 recalé por vez primera en La Gomera. Me llevaron en el correíllo ‘La Palma’. El mismo que rescató Pepe Segura, gorra en ristre –¿no te acuerdas de la foto que dio la vuelta al mundo, y no en 80 días?–, y saludando desde el puente de mando. Digo bien, me llevaron al viejo campamento de El Cedro en un viaje que se iniciaba en Santa Cruz a medianoche y finalizaba en La Villa a las ocho o nueve de la mañana. En el intervalo, un mareo por esos mares que mejor dejarlo quieto.
A pesar de pasarlo mal para allá (cada vez que arrancaban el motor para la luz de por la noche, recordaba el ruido del dichoso barco y… ¡me estuvo bailando la cabeza más de una semana!), ahí debió surgir mi enamoramiento por esa isla. A la que voy al menos una vez cada año. Sencillamente porque lo necesito. Puede que no lo entiendas, pero yo sí. ¡Ah!, para acá nos trajo el León y Castillo, de la misma echadura que el que nos llevó, pero con una diferencia abismal: el retorno fue de día. Y venir en cubierta recibiendo la suave caricia de la brisa y contemplando la costa del Sur tinerfeño… ¡Amigo, eso son palabras distintas!
En aquel campamento, con piscina incluida en un recodo del riachuelo, aprendimos muchas cosas. Tu imagínate mi caso. Metido esos primeros años de mi vida en medio de una finca de platanera –cual un Pepillo o Juanillo cualquiera– y que, de repente, te sacan y te sumergen en otro entorno con un enjambre de chicos de más o menos tu edad. ¿Lo entiendes, no?
Y como habrán observado que los abandoné durante cinco días, manifiesto solemnemente que ni portátil, ni pedirle un favor a cualquier amigo, ni nada de nada. Relajo total. Naturaleza, comer y dormir, que para eso está uno muy estresado con el alejamiento de las aulas y requiere terapias silbadas. Ni leí la prensa. Laurisilva por el monte, patos en La Encantadora y un pescadito en Gran Rey. Alguna caminata y paseos nocturnos por el muelle. Si no fuera por la foto que incluyo, concluiría con aquello de ‘y al carajo Diego’. Pero Diego es ese otro viejo que me acompaña junto a la piedra que en febrero de 2007, 44 años y medio después, nos recordó lo de ‘cómo ha pasado el tiempo’. Tanto que ahora caminamos por otros senderos más livianos y sin los agobios de Milagros, los insultos de Soria y los ninguneos de Paulino, que Dios guarde a los tres (y que les eche un candado, a ser posible y si no es mucho pedir).
Sí, ya sé que suelo ir a partir el año allá, pero hubo otros planes y me adelanté. Ahora no tengo las premuras de horarios y de volver al tajo. Sí, ya sé –otra vez– que te doy envidia, no sana sino cochina, pero te puedo asegurar una cosa: eso se pasa con el tiempo. ¿Qué apostamos?
Un cariñoso y afectuoso silbido.

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