miércoles, 19 de enero de 2011

La Gorvorana

La Gorvorana que yo conocí, y en la que viví algo más de veinte años, era una enorme finca de platanera que se extendía desde La Zamora Baja hasta la carretera insular de Las Dehesas por la zona del antiguo barrio de El Toscal. Muchísimas fanegadas de terreno de las que era propietario don Manuel Hernández Suárez, porque al poniente se extendía otra, aún mayor, cuyos propietarios eran los hermanos don Juan y don Antonio de la Cruz Chauvet.
Desde la confluencia de la variante actual del barrio Toscal-Longuera con la antigua Autovía del Norte (por la gasolinera), y en pronunciado declive, las huertas se escalonaban en dos sectores bien delimitados: la parte sorribada, con muros de contención y cedros que las bordeaban, y la parte virgen, con toscones y zahorra blanca, en cuyos canteros el riego se hacía bastante complicado al no existir atarjeas en las debidas condiciones. Nada te digo cuando había corte y se debía cargar con la piña hasta el camión.
Al Sur, dos casas de medianeros (ya he explicado en alguna ocasión este concepto: un simple trabajador con derecho a vivir en unos chozos viejos y mal acondicionados) junto a un elegante bosque, cuya arboleda estaba conformada, fundamentalmente, por plátanos de Líbano. Y en el centro del vergel, que cuando el verano declinaba se llenaba de olorosas azucenas, un singular conjunto formado por una mesa y cuatro bancos. En una de ellas viví los primeros años de mi vida y de ella guardo los primeros recuerdos: comienzo de la escuela incluido. En la otra, Magdalena y Morales (luego vino Domingo Torres). Alrededor de las mismas, la huerta alta y los huertos del café. Hasta la Casona que da nombre a la finca y a todo el entorno, se sucedían el llano, la huerta bajo el llano, la huerta de Siña Frasca y la huerta de Siño Julián. Esta última tenía unas pocetas tan largas que un chorro de casi doscientas pipas de agua tenía ciertas dificultades para alcanzar el extremo.
La casa grande la llamábamos. Allí me fui a vivir cuando a mi padre lo ascendieron de canalero a encargado. Y le compraron la moto que ya te comenté en otra ocasión. Antes habían habitado aquel sector de la casa mis abuelos paternos, quienes fijaron entonces su residencia en lo que hoy es Punta Brava; en aquel entonces María Jiménez, incluso Washington.
Hago, siempre me repito, el inciso oportuno para señalarte que al final te inserto una presentación de fotografías escaneadas que van dando norte de la crónica. Y lo aprovecho, asimismo, para contarte que escribo estás líneas para desahogarme del malestar sentido hace dos días escasos en que tuve la oportunidad de alongarme al recinto. Y cuando observé el desaguisado y el deterioro, cerré los ojos y recordé el patio central, la entrada de piedra, las tanquillas de lavar, la buganvilla, las conejeras, los corrales de las cabras, las gañanías, la carreta, las cañas, los patios de doña Carmen, Celestina y Frasca, los gallineros, la ventana por la que mi hermana lanzaba el gato para ver si caía de pie…
En aquella gigantesca casa llegamos a morar simultáneamente: mi familia (mis padres y cinco hermanos), Consuelo y Juan ‘espuela’ (con tres hijos varones: Juanillo, Paco y Chencho; cuando Chencho se casó con Manola se quedó viviendo un tiempo en la parte alta hasta que terminó su casa propia en La Vera); don Joaquín (mi padrino) y doña Carmen (con sus cinco hijos varones: Pedro, Quino, Lito, Juan Antonio y Jorge; hoy conforman la empresa Savasa y son los actuales propietarios de los terrenos –ya urbanos– de la finca que describimos); las dos Celestinas (madre e hija) y Siña Frasca (con muchos hijos, pero a la que yo conocí ya viviendo sola); luego vino Alfredo, uno de los gañanes, a cuyo hijo, Chacho, le daban unos ataques epilépticos muy severos y que corría grave peligro al transitar por aquellos muros imponentes.
De la casa algo se ha escrito y bastante documentación existe al respecto. Un poco más al norte, la ermita, en la que se venera la imagen de la Virgen de Guadalupe, la extremeña, no la mejicana. Y casi en el lindero norte (El Toscal), las casas de Siño Gaspar (luego ‘los espejos’), la de Domingo ‘el canario’ (antes vivió Siña Magdalena, empedernida fumadora de cigarros fuertes) y la de Alfredo (en la que también viví un tiempo y me caí en una atarjea, decía mi madre, y casi me ahogo)…
Podría continuar con ‘las verduras’, huertos cultivados por Juanillo (que también podaba los cedros con unas enormes tijeras) y de los que sacaba productos que depositaba en una elegante cesta, cubierta de helechos, y que el chófer de la señora venía a buscar los fines de semana.
Sí, recuerdos de años idos para siempre, pero a los que acudes, de manera inexorable, cada vez que pateas aquellos parajes y observas atónito como se cae todo a pedazos. Ahora la casona de La Gorvorana es propiedad municipal: ventanas rotas y abiertas de par en par, tejados que se hunden sin remisión, jóvenes que se introducen en el interior y cualquier día estamos contando una desgracia, palomas que han tomado posesión de cuantos recovecos han hallado, un parque en el naciente de la casa con más pintadas que las que puedes atisbar en cualquier muro grafitero.
Entre este triste panorama y el resto de bosque que dejó el trazado de la nueva carretera, vergüenza de cuantos recorremos, y añoramos, unos paseos y caminos que bien nos moldearon, amén de rememorar tales andanzas, uno debe mostrarse escéptico, profundamente disgustado con la práctica y procederes de políticos que no se recatan de lanzarnos, mero ejemplo, filípicas domingueras en los periódicos insulares, para disimular en la teoría el acomodo pesebrero.
Me gustaría, también, que hubiese detalles por parte de quienes, como yo, saltamos muros y robamos higos, y que ahora, por mor del destino, se han convertido en ricos hacendados, siquiera sea en el hacer partícipes a los que ostentan cargos de responsabilidad política (en formaciones de militancia conjunta), para que ‘sientan’ que siglos de historia no pueden acabar de tal guisa. Aparte de la profunda decepción, no vislumbro un horizonte de esperanza. Por eso estoy hondamente disgustado y, sumido en el abatimiento, presiento que me han robado una parte importante de mi existencia. Y creo estar retratando el parecer del resto del clan familiar.
Aquí tienes una pequeña galería, un reducido muestrario, un botón de instantáneas gráficas de un ayer no tan lejano, que otro ayer más cercano degolló sin conmiseración alguna y que nos ha dejado un legado lastimoso para este presente incierto. Algunos escaneos dan lástima, pero menos da una piedra.

1 comentario:

  1. Tú, las palabras; yo, las lágrimas. Impotencia, por igual, en ambas

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