Va el titular
por el denominado deporte rey o de masas. Del que algo he escrito con
anterioridad para indicarles a ustedes que, tras quedar algo lejanos mis años
mozos, cada vez lo aguanto menos. Por la tele, imagínate si un servidor hiciera
acto de presencia en cualquier estadio. Bueno, en cierta ocasión vi uno en el
Camp Nou y… Lo de vi es un decir. Me colocaron
en una grada que debía estar a unos trescientos metros de la portería
más cercana y a unos quinientos de la otra. Ver, ver, lo que se dice ver, yo no
vi nada. Intuía que allá abajo se disputaba algo. Y en dos momentos del partido
la gente se levantó y gritó ¡¡¡gooolll!!! Y yo también, no iba a ser menos.
Pero yo el gol, mejor, los goles, lo que se dice entrar el balón entre los tres
palos, que se menta, pues va a ser que no. Ño, ya me desvié.
Alguno
recordará que comenté ha un tiempo el no entender por qué los futbolistas
escupen tanto. Antes lo hacíamos cuando pasábamos por un sitio en el que había
mal olor. Y al tiempo exclamábamos: ¡¡¡fooossss!!! Pero yo creo que el campo
debe estar limpio. Ahí no soltarán gatos ni perros, digo yo. No es como
cualquier parque de pueblo que se precie. O como los senderos en los que los
ayuntamientos se gastan la Biblia en pasta y luego los canes (de los canarios) excrementan
que es un disgusto. Fíjate bien y ocurre lo siguiente:
Tira una
falta y le sale torcido: dos escupitajos. Tira un penalti y lo para el portero:
como no salga corriendo (el portero, y normalmente sí lo hace de contento):
cuatro salivazos. Está a punto de rematar de cabeza un córner y no alcanza la
pelota por milímetros: tres ídem. La lista se haría interminable, así que para
no estar con más cochinadas, observa tú y que cada cual haga su relación. Y
cuando meten un gol te habrás percatado que corren como locos y de repente se
lanzan de rodillas y resbalan un montón de metros. No, no es que el césped esté
regado de antes del partido. No, se va inundando durante el partido. Y cuando
acaba el goleador su recorrido llega el resto y se abalanza y allí se revuelcan
todos… los muy guarros.
Otra. El
jugador que sufre una entrada (a veces ni eso, se caen solos), tras la película
de rigor (volteretas incluidas para ‘aterrizar’ cincuenta metros más allá, y,
mientras, va mirando con el rabillo del ojo por si el árbitro pica), se pone de
rodillas y su brazo derecho se dirige al cielo, con ostensible movimiento de la
mano hacia detrás y hacia delante (este dirigido al asistente, si lo trinca más
cerca) para que, en definitiva, se le muestre tarjeta (a ser posible roja) al
infractor. Esa actitud la curaba el menda en dos partidos, pero, claro, yo no
soy el trencilla. Y estos parecen estar más pendientes de boberías que de
cuidar por que el espectáculo sea lo más honrado posible. Se enseña tarjeta por
un desplazamiento del balón, debido, probablemente, a la necesidad del
futbolista de desahogarse con algo, antes que con alguien, y no se hace ante
auténticas salvajadas que ponen en peligro algo más que la integridad física
del contrario. Menos mal que no estudié para eso. Probablemente hubiese tenido
que suspender todos los partidos por falta de quien corra detrás del balón.
La última.
Existen equipos que son el paradigma de la provocación. Puede que un alto
porcentaje de culpabilidad lo tenga su entrenador, que deberá ser el que marque
las pautas. En todos los sentidos, para bien y para mal. Y como hay jugadores
que se prestan al ‘juego sucio’, que se desenvuelven en él como pez en el agua
(o como futbolista entre escupitinas), el cóctel está debidamente servido. Por
ello, felicito al árbitro del último Levante-Valencia. Si hubiese sido yo, el
partido dura algo más de media hora. ¡Ah!, me sopla ahora un amigo que eso es
veteranía. Y me pone de ejemplo a un mueble apellido Ballesteros. Pues vale, a
este paso puede que ni por la tele. Hasta después del descanso. ¡Ah! (otra
vez), dejamos el mosaico polícromo de las botas para mejor ocasión.
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