He leído en varias ocasiones una especie de manifiesto en el que se trata la evolución habida desde aquellos tiempos en que el padre era tal, hasta estos modernos en los que no sabemos a ciencia cierta cuál es el papel que juega el progenitor masculino. Y como gozo con la ventaja de haber evolucionado con la moda en cuestión, ahí va mi parecer. Hago la salvedad de que me he permitido hacer las variaciones pertinentes, porque había pasajes del escrito con los que no estaba de acuerdo. Al menos en mi ambiente (recuerden que uno es de campo, de siempre).
Se acuerdan, me imagino, aunque sea de la época en que lo tuvimos que estudiar, del cuarto mandamiento de la ley de Dios: Honrarás a tu padre y a tu madre (el padre primero, faltaría más, que Dios también era macho, el más de todos). Ese fue mi tiempo. Y no hace un siglo de eso. Mi padre siempre fue ‘pa’. Y mi madre, ‘ma’. Y cuando ‘pa’ hablaba, tú callabas. Lo más, discutías (bueno, cambiabas opiniones) un fisco con tu madre, también autoridad, pero menos. Pero cuando se alcanzaba el punto de “a tu padre se lo digo”, o “deja que venga tu padre”, había que parar porque sabías perfectamente que la arribada anunciada no era tan placentera. Existían unas normas de educación, de comportamiento, no escritas, pero que estaban bien retenidas en el coco (ahora sustancia gris). Y no hacía falta ir a la escuela para tal aprendizaje. Me parece que la Iglesia católica pensaba en estas situaciones cuando dictaminó aquello de “una mirada tuya bastará para sanarme”. Santo remedio el que tu padre te mirara medio cambado y como señalándote “aquí estoy yo, ¿pasa algo?” Cruz, perro maldito, que lo aprendí de mi abuela.
En mi círculo, que dirían los progres, hace unas cinco o seis décadas, llegó el primer cambio (los políticos han seguido con él cada cuatro años) y comenzamos a ser el papá. Y aquí es donde difiero, siquiera un fisco, del mensaje que circula por la red. Porque en él solo se da cabida a la línea que más se alejó del patrón anteriormente descrito. Aquella que permitió ‘confianzas’ exageradas: el rezongar per se, el fumar sin disimulo, las bebidas sin recato, incremento notorio de televisores en casa y disgregación familiar durante las comidas… El papá comenzó a ser más el apelativo cariñoso (cual perro de compañía) y perdió la solidez y rotundidad de antaño. Hubo un acercamiento generacional, pero intensamente sesgado y vivamente interesado. Más fruto, pienso, del propio cambio de mentalidad del adulto que del propio infante. Puede, incluso, que mimetismo cultural ante lo que nos llegaba de allende los mares a través del aperturismo que daba sus balbuceantes primeros pasos. Pero que inmediatamente se convirtió en norma. Fundamentalmente en aquellos hogares en los que se cimentó lo de “como yo no lo tuve”. Y ese ‘papá’ sí que la jeringó. Y bien. Se permitió, además, dar los primeros consejos al vástago como compañero, con lo que las atribuciones de cada cual entraron en conflicto. Que se propagó como toda mala semilla que se precie. En las escuelas se principió un calvario que ha llegado a la actualidad con muchas más cruces que aquel original. Soy testigo, no obstante, de las excepciones de rigor, porque mis dos hijos, verbigracia, también me llamaron, y me llaman, papá.
Y hemos alcanzado el papi. Es un invento mucho más reciente. En el que el síntoma de debilidad es tan evidente que el otrora padre ya no da consejos, da lástima. Directamente. Esta última generación ni consulta ni notifica, conmina: me llevo el coche, ¿tiene gasofa? Te expulsan, con mami –generosos en el fondo–, durante el fin de semana pues han planeado una fiesta en ¿tu? casa. Y no se te ocurra llamarla ‘nena’ delante de su undécimo novio (que ya tiene quince)…
No pocos abuelos se quejan de que sus nietos han empezado a llamarlos ‘pa’. Y se preguntan extrañados si eso significa ‘pa qué sirven’. Son, casi con toda seguridad, los que arrancaron su andadura siendo hijos de papá.
Debo reconocer una ligera ventaja porque, como antes te señalé, yo no lo fui. Puede que mi ambiente haya sido más rural y eso marca mucho. Mi nieta me llama abuelo. Mi nieto, con apenas seis meses, solo me sonríe. Esperaré que arranque, pero estoy por apostar que va a seguir los pasos de su prima. Debe ser cuestión de genes.
Los maestros sabemos, por triste y desgraciada experiencia, bastante de estos cambios generacionales. En cuatro décadas (de seguir como vamos, puede que alcancemos las cinco) logramos dibujar amplias panorámicas. Y en la mayoría de las ocasiones se cumple a rajatabla el vasto muestrario del refranero español: de tal palo…, el que nace barrigón…, no por mucho madrugar…, dime de lo que presumes…, a amo ruin…, a buenas horas…, barre la nuera…, de aquellos polvos…
A todos los pas, papás y papis. Cuídense.
muy buena la entrada de hoy. Espero que los míos también sean la excepción que confirma la regla. El mayor me llama "pa", pero por mucho que lo mire cambado ... Y la menuda me llama papi, que miedooooo...
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