En la tarde-noche de este pasado viernes estuve en la presentación de una nueva publicación, San Vicente, el barrio y su gente, editada por la Comisión de Fiestas de San Vicente 2012 y el ayuntamiento de la Villa de Los Realejos. Son sus autores Manuel Jesús Hernández González, quien llevó la coordinación de la misma, Pablo Hernández Abreu, David Pérez-Siverio González y José González Rodríguez.
Nos señala la dedicatoria: A los vecinos de San Vicente, que han conservado sus apodos como signo de identidad. Y, efectivamente, Manivesa, de Las Chozas, Garcés, Olivero, Chascamillos, Patapalos, Alemanes, Velascos, Padilla, Moriscos, de Pedro Chaves, Grandes, Palomos, Galanos, Títeres, Chacones, Papitas, Curitas, Sachacoles, Bacalaos, Parrandas, del Terrero, Barranquillos, Teneques, Meñiques, Cubanos, Espinosa, Forestales, de La Parra y Plateras, con sus correspondientes árboles genealógicos, son sus protagonistas. Porque, como bien señalan los autores, es menester contar la historia sencilla, cotidiana, ese día a día que, de no ser por gentes emprendedoras y preocupadas, se perdería de manera inexorable. Los grandes acontecimientos, pongámosle el cuño, se hallan, per se, a buen recaudo.
La variedad de apodos expresada en el párrafo anterior, se nos señala en el libro, procede de tres fuentes principales: los que provienen de apellidos, los relacionados con el lugar de residencia y, por último, aquellos que guardan alguna relación con acontecimientos o anécdotas que el paso del tiempo fue generalizando. Es así, entendemos, incluso los que ahora, cómodamente sentados en casa, nos sumergimos con deleite en el producto de muchísimas horas de quemar pestañas, como recuperamos y fijamos en este soporte menos volátil que la memoria esa intrahistoria (voz introducida por el escritor español Miguel de Unamuno para designar la vida tradicional, que sirve de fondo permanente a la historia cambiante y visible).
Y las fotografías. Cientos de ellas. Que son fiel exponente de toda una vida. Con las que un servidor también retrocedió, al reconocer a varios de los retratados, a la época de la finca de La Gorvorana, lugar en el que transcurrió una etapa larga e importante de mi existencia, por ser aquella enorme platanera la que dio trabajo a un numeroso grupo de jornaleros que conformaban una variopinta cuadrilla.
Esa noche, en la plaza, tras concluir el acto protocolario de la presentación en sociedad (felicidades también a Yanira por su brillante actuación con su arpa), cientos de personas devoraban con avidez el archivo fotográfico en busca del familiar más cercano. Incluso una señora que ‘solo’ lleva viviendo en el barrio unos treinta años, me comentaba que cuando dentro de varias décadas se publique el siguiente ya ella figurará en sus páginas. Es buena muestra de la ilusión que el libro ha concitado.
Vaya, pues, mi público reconocimiento a la ingente labor llevada a cabo por sus autores, entre la que es conveniente y oportuno destacar la rigurosidad de la investigación, la concienzuda elaboración de los árboles genealógicos y la paciencia infinita en el escaneo de los retratos que a bien tuvieron aportar los habitantes de la zona.
El anexo (Cada piedra con su nombre) recoge la nomenclatura y localización de aquellos accidentes costeros, desde El Terrero a La Fajana, que pescadores y mariscadores de los alrededores bien conocen, y que corren, asimismo, ahora que esta actividad suele hacerse en las grandes superficies, el peligro de perderse en el baúl de los recuerdos. Es una muestra en color (18 páginas) que pone el adecuado contrapunto a una obra que merece todo tipo de plácemes.
Desde Pepillo y Juanillo, modesta ventana, insisto, mis más cordiales parabienes a todos cuantos hicieron posible que la criatura viera la luz. Algo sabemos de tales esfuerzos. Y a las gentes de San Vicente, el ruego de que lo conserven como oro en paño. Mi más sincera enhorabuena.
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