Parece que
eso de echarse una mascarita está pasando a la historia. Ahora se imponen otras
modas, otras costumbres. Proliferan los grupos organizados y todo pretende estar
sujeto a los cánones de rigor. La improvisación, alma máter del carnaval de
antaño, ha dado paso a los concursos, a las exhibiciones. Todos los actos se
encorsetan y hallamos dos mundos bien diferenciados: el de que se manifiesta y
expone con el llamativo disfraz y el espectador que observa el desfile que la
organización ha tenido a bien mostrarle.
Contemplaba
hace escasos días la gala de la elección de la reina infantil en Las Palmas. Y
aunque ya he tenido la oportunidad de declararlo en ocasiones anteriores, no
está de más el recordarlo. El traje, que nada tiene que ver con vestimenta, ya no
es un complemento que le colocamos a la pequeña para ponerla guapa o para que
se luzca ante la concurrencia. Qué va, es un elemento extraño, fabricado ex
profeso para que la chiquilla lo arrastre como si de una carreta se tratara.
No, no oso llamar a la infante novilla, pero sí digo que eso es una tremenda
animalada. Los diseñadores bien podrían obviar la parte humana del espectáculo,
pues con poner los armatostes en cualquier lugar donde puedan ser visionados,
sería más que suficiente. Lo otro es inhumano, salvaje y bestial. Y en las
adultas, tres cuartos a peor. Ni las buenas yuntas de las romerías de pueblo
hacen tanto esfuerzo y sacrificio como estas mozas. Ya solo faltaría hacer un
concurso al más puro estilo del de los arrastres.
Cuando
reclamamos igualdad en el trato, no discriminación por razón de sexo y mil
cuestiones más, no entiendo ciertas mentalidades. Como la de la eterna
candidata que no se corta un pelo en revelar que lleva cinco años intentando
serlo, o es la tercera vez que me presento, o es el quinto certamen en el que
participo. Por lo visto la coletilla del ‘no me lo esperaba’ es tan ansiada que
cualquier inmolación queda debidamente justificada. Ignoro si a este tipo de
aspirantes le han comido el coco con vanas promesas, pero recordé la realizada
por el ruso Putin que ahora ha descubierto la pólvora prometiendo el oro y el
moro a los ciudadanos. Con el moro no me meto por cuestiones de racismo, pero
lo del metal me hizo retornar a los años en los que algunos historiadores
sitúan un célebre robo o expolio (por supuesto, el oro de Moscú).
Todo lo
anterior choca frontalmente con la época tremenda de crisis que sufre este
país, en el que no hay trabajo, los parados salen de debajo de las piedras, el
despido está más bien barato, el rico es cada vez más rico… Pero el carnaval, paisano,
es el carnaval; una fiesta es algo sagrado, inviolable. Si no hay, se busca; si
no como, voy a un comedor asistencial; si no compro el material para el
colegio, que me lo solucione la maestra… Amigo, amigo, amigo, el carnaval es
tan sagrado que incluso podría retrasar el inicio de las protestas sindicales
por la implantación de la reforma laboral del Partido Popular. Temen los
dirigentes sindicales que vayan a hacer el ridículo más espantoso ante la
posible escasez de manifestantes.
Ya puestos
les propongo a los sindicatos que se constituyan en grupo coreográfico,
rondalla, o, mejor aún, en murga. Bueno, ya lo son (y a sus actuaciones me
remito), pero disfrutarían del privilegio de poder cantar letras originales,
incisivas, reivindicativas… Demostrarían garra, tesón, ganas en el escenario
con el acicate de que allí enfrente estarían las autoridades, los políticos,
las dianas de sus dardos. Y como la vida es un eterno carnaval, jamás estarían
ociosos. Tendrían esa nueva inyección económica (para una buena clasificación
en el apartado de presentación), lo que unido a los generosos dispendios de los
gobiernos de turno, haría posible un notorio incremento de popularidad,
fidelidad, credibilidad…
Bueno, me
voy, tengo que ir a probarme. Hasta mañana.
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