jueves, 14 de junio de 2012

En qué país vivo

Si los acontecimientos que nos sorprenden en nuestro país me traen a mal vivir, últimamente estamos alcanzando el paroxismo total. Tal cúmulo de locura debe rondar por la neurona sana, que ayer por la tarde vine a enterarme de que había comenzado la Eurocopa. Y por lo visto tiene lugar en dos países: Polonia y Ucrania. España inició su andadura con un empate ante Italia. Pero a lo que iba.
Ayer hice un alto en el camino y no escribí de política. Bueno, la verdad es que no tenía muchas ganas de romperme el coco y rescaté, como ustedes ya leyeron, una vieja crónica del año 1987. Pero cuando te sientas ante el ordenador y echas una visual a lo que ocurre en el mundo, vuelta a empezar.
De una parte, o si quieren, en primer lugar, los desdobles de personalidad que sufren supuestos comunicadores seudoprofesionales agobiados mentalmente por el pluriempleo –qué suerte en estos tiempos– y que les hacen rayar la esquizofrenia, debido, quizás, a los manejos ilícitos en pro de la consecución de algún fin utilizando el recurso de la incitación pública, muy en boga en diferentes ámbitos sociales. Ves, ya volví a mi estilo de casi siempre.
Rajoy sigue con su consabida cantinela. El crédito, que no rescate, se ha concedido a la banca y lo va a pagar la banca. Lo que no concuerda con lo que se informa y comenta en la mayoría de medios de comunicación. Y cuanto más lejana sea la procedencia de los mismos, mayor objetividad se aprecia en su contenido. Por lo que la desconfianza continúa asentándose en la población. Que se teme lo peor, a saber, sufrir las consecuencias de las alegrías políticas y pagar de su bolsillo los despilfarros financieros.
Los regocijos del pasado fin de semana, en la que fuimos actores de una comedia de cuchipandas y perdices, se han tornado en negros nubarrones. Los mismos que expusieron abiertamente que no habría consecuencias negativas para la ciudadanía, han iniciado el recule pertinente y ya se desdicen con los matices de rigor. Pero como España no es Uganda, salvo la cercanía de Canarias, aguantaremos y ganaremos la batalla definitiva como un singular Cid Campeador (aunque sea después de muerto).
Se estima que hasta dentro de un mes no acudirá el presidente al Congreso de los Diputados a explicar el intríngulis de la intervención (y perdón por el vocablo). Y aunque sus señorías no lo entiendan, debo reconocer, modestia aparte, que yo sí. Es que antes no puede ser, no hay tiempo material de preparar los papeles que nuestro hombre va a leer. En los que deben estar incluidas las respuestas. Sí, todo está pactado de antemano. Hoy por ti y mañana por mí. Lo que vemos en la tele es mero fuego de artificio.
Este impenitente observador estima que Mariano puede ser un señor registrador muy preparado, pero que en su faceta pública no demuestra los mimbres suficientes como para gozar de nuestra confianza. Hace unos días, cuando tomó posesión el nuevo gobernador del Banco de España, dio la impresión de que ensayaba la reverencia al rey antes de que Juan Carlos se plantara delante de sus narices. Visiona de nuevo esa grabación y fíjate bien.
Lo que más molesta, creo, es el método utilizado por el que se divaga demasiado, se marea la perdiz hasta extremos insospechados. Más que echar balones fuera ante las evidencias más notables parece que se han instalado en la táctica de la mentira generosa, que yo entiendo tan compulsiva como la de ese otro modelo que es Carlos Dívar, ejemplo de la correcta utilización de los fondos públicos. Si poco confiamos en los procederes políticos, imagínate la seguridad que se desprende de las actuaciones de quienes nos deben juzgar cuando metamos la pata, máxime cuando ellos son intocables.
Mientras para temas trascendentales se impone la mayoría absoluta parlamentaria, provoca más que desazón las tácticas dilatorias para eludir responsabilidades en explicaciones a todas luces necesarias. La población requiere que sus gobernantes den la cara de manera permanente. Para eso los hemos colocado en puestos de responsabilidad y por ello cobran generosamente. Y es patético que mientras debemos recurrir (como en aquellos tiempos de la Pirenaica) a canales de allende los mares, la camada popular (iba a escribir bancada, pero ya no lo cambio) nos entretiene con un engorroso debate para intentar prohibir las pitadas. ¿Y cómo se materializa eso?, pregunto. ¿Se impone el no entrar con bocinas a un campo de deportes? Y el día en que me decida retornar al Estadio Los Príncipes, ¿me quieren explicar los diputados dónde demonios dejo el pito que hasta ahora siempre he llevado conmigo? ¿Entra también en la propuesta el que no pueda silbarse? ¿Qué consecuencias implicaría la medida para el pueblo gomero? ¿Sería lícito hacerlo cuando el árbitro nos perjudique pero no en otros instantes más o menos solemnes? Y estuvieron tres horas (en las que no se habló del rescate) con dimes y diretes para finalizar retirando la gloriosa iniciativa que procedía de Valencia. Es una muestra más de cómo se ríen de los paganinis.
Siento haber vuelto a etiquetar en primer lugar la palabra política, pero ¿nos quedamos callados y asentimos con resignación? A poder que yo pueda, no; conmigo no cuenten en esa pantomima.

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