En el
despacho rectangular de la Casa Consistorial
algo raro cocíase (úsase más en Canarias el sinónimo guisar, y tradúzcanse
ambos por tramar algo a hurtadillas), porque el ir y venir de elementos
populares por pasillos y dependencias anexas excedía manifiestamente el cupo de
los días considerados normales. Antojábase, incluso, que se escuchaban más
voces que cuando el alcalde tenía cualquier reunión con los más allegados para
debatir asuntos de especial relevancia: construcción del hipódromo, designar la
persona que ice (puede ser Isa o no) la bandera azul en El Socorro, elegir
quién presione el interruptor que conecte la iluminación de la variante de
Toscal-Longuera…
No, algo raro
estaba sucediendo. Los cargos de confianza (bastantes), arremolinados todos en
la antesala, se miraban extrañados, sorprendidos y confusos. Y la incertidumbre
se había contagiado a las oficinas contiguas por lo que el ambiente hallábase
tan tenso que parecía poder cortarse con una podona. De repente:
–Tú me
engañas, Adolfo.
La voz de
Manolo sonaba bien diferente. Diríase que estaba enfadado, molesto, o séase,
cabreado. Y ello suponía un cambio radical en su personalidad. ¿Cómo era
posible que una transformación de tal calibre se hubiera o hubiese producido en
apenas dos años de tomar las riendas de los asuntos municipales?
–¡Ay, madre
mía! –acertó a desembuchar la secretaria particular del primer teniente de
alcalde, quien había percibido con nitidez meridiana el órdago de la primera
autoridad, que no primer edil.
La otra
secretaria, la que siempre estuvo allí, al pie del cañón, desde los tiempos en
que la democracia aún no había hecho acto de presencia en el viejo edificio de la Plaza de la Unión, recordó, para sus
interiores íntimos de adentro –es decir, no lo puso en conocimiento de toda la
concurrencia que tenía en su derredor, ¿o a su alrededor?, y yo qué sé, haz el
favor de no distraerme que esto se está poniendo bueno–, una serie de
aconteceres que su ya dilatada experiencia habíale permitido acumular en aquel
magín extraordinario todo lleno de fechas, números de teléfono y nombres de
empresarios a los que se le debía alguna factura. Y rememoró con diáfana
transparencia…
Qué gritos
los habidos aquí mismo cuando Oswaldo ganó las elecciones –y Vicente las
perdió– y tuvo la infeliz ocurrencia de nombrar a José Vicente como gerente de la Mancomunidad del
Norte. Qué bocinazos, ¡qué descándalo!
(que patentara años después el ínclito ramblero Manolo Reyes). Eso es una
traición a los santos mandamientos del partido, tú solo quieres salvar el
pellejo y no volver a pisar un aula… Y tal y cual.
Qué
enfrentamientos entres los dos gallos, o quíqueres, que hubo en este mismo
gallinero, cuando Quico y el citado Oswaldo intentaron al unísono acomodarse en
el mismo echadero. Qué cacaridos (canarismo: cacareo fuerte. Alarido, grito de
queja o lamento, por aplicación metafórica), qué alborotos… Y Quico se fue al
dulce destierro de una Dirección General. Como Alfonso tiempo atrás. Y otros
tantos cuyo único mérito había sido, precisamente, alcanzar una meniada en el escrutinio electoral.
–Y yo que te ha hecho, Manolo –acertó a balbucear un
desconcertado Adolfo, que no daba crédito a lo que su jefe (insular orgánico y
local de la institución pública) le reprochaba.
–No te hagas
el zorrito, que a mí no me engañas. Hasta Jesús, ese que escribe en la mierda
de blog…
–Sé comedido,
alcalde, que cada cual se entretiene en las boberías que estime oportuno.
–Ya estás
otra vez con palabras bonitas y haciéndote el niño bueno. Me llegan comentarios
cada día de que no pierdes la oportunidad de promocionarte, aun a costa de mi
imagen tan bien labrada, y ya la gente te ve como el hado padrino, como el
conseguidor. Y el alcalde soy yo, no te olvides.
–No te
sulfures y habla bajito. Afuera está la tropa preocupada y sabes que dependen
de que nuestras relaciones sean lo más correctas posibles.
–Sí, pero no
quiero que me hagas sombra.
–¿No quedamos
en las fiestas de La Sombrera
–¿te gustó el pregón?–, después de mandarnos los vasos de vino, que ya era el
momento adecuado para ir lanzando mi candidatura al ayuntamiento, mientras tú
te moverías a otras escalas, a nivel insular (como mínimo)? Recapacita, Manolo,
¿te imaginas tú de presidente del Cabildo, o como presidente del Gobierno, por
qué no, y yo como alcalde de este pueblo que tanto amamos y queremos?
–Ya vuelves
con ese déjame entrar a llevarme a tu terreno con esa labia que te gastas, pero
en el fondo con mala leche; mira que utilizar lo de La Sombrera… ¿No te dije que
me molestaba que hasta en Facebook comenten que me haces sombra?
–Yo solo
intento cumplir con los cometidos que me delegaste. Quítame unos cuantos.
–Sí, y que
tengas más ratos libres para lucirte. ¿Tú crees que yo soy bobo?
–No grites.
–…
–Chicas,
parece que se acabó. Cada una a su puesto. Aparenten normalidad, que nos va el
sueldo.
–¿Qué hacen
todas aquí? –preguntó Noelia–, ¿está el señor alcalde?
–Sí –le
contestaron al alimón–, está reunido con Adolfo.
–Vendré
luego, entonces.
–Sí, mejor.
Fin del
capítulo I. ¿El II? I don´t know, que
para algo me apunté en los talleres de inmersión ligüística. Los
acontecimientos lo dirán. ¿Ficticio? ¡Ah!
No hay comentarios:
Publicar un comentario