Podía haber
iniciado este post de hoy martes con el competidor de don José Rodríguez. Es
decir, el pleitista de allá, el de Las Canteras, o el de la Plaza de Santa Ana, o el del
Canódromo. Ese mismo, el señor Bravo de Laguna, convicto y confeso (se aplica a
la persona cuya culpabilidad no ofrece duda alguna). ¿El caso? No, el pijama
londinense. Al que ahora le ha dado la venada (yo sí lo he oído, ¿tú no?) de
avivar el fuego entre las islas capitalinas para general regocijo de las mal
denominadas menores. Se queja amargamente de que en Gran Canaria no hay un
partido insularista y ni corto ni perezoso se inventa uno y a socavar. Como
Soria. El uno, tierra adentro, y el otro, mar afuera.
Pero yo vine
a hablar de agua. De la que nos llega a casa. De la que he bebido siempre. En
serio. Jamás recuerdo haber comprado, salvo cuando estoy de viaje, botellas
para el consumo. Directamente del chorro. De toda la vida. Me extraña, pues,
cada vez que sale una información en todos los medios de comunicación para
anunciarnos los excesos de flúor u otros elementos raros (no, las tierras raras
es cuando arreglan una tubería y vienen
en plan chocolate), que recomiendan no beberla. Incluso, a veces, ni
para utilizarla en comidas. ¿Y no será una campaña organizada –o subvencionada–
por diferentes marcas del correspondiente sector comercial? Mucha casualidad me
parece que casi siempre coincidan con la época de mayor calor, cuando requieres
unos cuantos vasos diarios.
En los años
–bastantes– que viví en varias casas de la finca de La Gorvorana (por supuesto,
mi padre fue uno de los hacendados del lugar), estaba la talla en la cocina.
Tapada con un plato y con el recipiente de aluminio encima para cuando tenías
sed. ¿La nevera? Sí, y la enchufabas del culo de la vaca (bueno, se decía de
otro sitio). Tengo sesenta y cuatro años. No llega a cincuenta el periodo de mi
coexistencia con la presencia de la luz eléctrica. El agua potable suministrada
por el ayuntamiento llegó a la zona casi a la par. Recuerdo cómo se colocó la
tubería de media pulgada, de plomo, a lo largo del camino que venía desde la
Casa Azul (la de La Longuera; la de La Vera, es otra). Y el instante
glorioso en que llegó aquel chijito
que el fontanero municipal (puede que Honorio) vino a regular para la media
pipa de rigor. En aquel cilindro de cemento enorme.
¿Y antes?
Claro, tú no te acuerdas de los chorros públicos. Uno en La Longuera, otro en El
Toscal y un tercero en la casa de don Paco, el del Jardín, en la finca de la Zamora Baja.
Diversidad, como puedes comprobar. Amén de los canales que conducían la de
Gordejuela o La Fajana,
que para nosotros eran dos sitios distintos. De los que se cogía directamente
con una garapa de cualquier bellota. Y no nos morimos. De haber ocurrido eso en
la actualidad, habríamos gastado euros a porrillo en los supermercados. Tampoco
fenecieron aquellas cuadrillas de cuarenta o cincuenta peones cuyo único
manantial consistía en aquel viejo porrón que se colocaba siempre al cobijo de
la sombra de cualquier plantón. Qué tiempos. Y aquí estamos para contarlo.
Después que
ya vino el agua (así se decía), lo que varió fue el alivio de no tener que ir a
buscarla. Por lo demás, nada cambió. Abrías el chorro (lo de grifo es más
moderno), te ladeabas un fisco, cambabas la boca y a chupar. Mientras el bidón
no estuviera caliente del solajero, que era instante de aprovechar para darte
una ducha rústica. ¿El calentador? ¿Vas a seguir fastidiando, por no escribir
jodiendo? En aquella época tampoco había preguntas de ahora. O dicho de otra
manera, ni cerrando los ojos puedes hacerte una composición de lugar. Las
nuevas tecnologías implican estos olvidos. Hace cuatro o cinco décadas, no más,
nuestra vida era más natural. Te daba un retortijón; abono para la platanera.
Te pegabas una sajada: telas de araña o cenizas de las hojas. Te ibas pa´lante
y te abrías la frente: un majado de ajos y perejil. Y no nos morimos, tú. Ahora
existen enfermedades para todos los gustos (y disgustos). Y medicamentos de
todos los colores. Los que no han llegado para contarlo es porque fallecieron.
De repente, y ya está. O se quedaron durmiendo, si acontecía de noche.
Luego ya me
casé. Eso sí, cogíamos fundamento mucho antes. Y después estaba el cuartel para
la confirmación. Y me fui para La Longuera.
Seguí bebiendo agua del chorro. Que venía del bidón. El cual
tenía la tapa casi siempre rodada y algún lagarto fallaba en sus pinitos de
equilibrista y acababa inflado en la piscina. Lo mismo estabas tú una semana
más bebiendo de la susodicha… Y no te morías.
Unos meses
viví en La Dehesa
del Puerto. Unos años en San Antonio de La Orotava. ¿El agua bebida y comida? Del chorro,
siempre del chorro. Retorné a La Longuera. A
la primer casa propia. Con bidón. De plástico. Alguna modernidad, otros
adelantos, pero el agua del abasto público. Desde 1978 hasta 2002. Íbamos a
otras casas (padres, suegros, hermanos, tíos…) e idéntica operación. En Punta
Brava ya comenzó el cambio. Y el cloro se adueñó de la situación. Pero como
eran simples visitas, sin mayor contratiempo.
En estos
momentos resido en Los Príncipes, que junto a mi correo electrónico, adaptación
de aquella sección periodística (desdelacorona), han hecho que mis
convencimientos republicanos se acentúen. ¿Y el agua? Del chorro, gracias.
Reconozco que
ha habido mucha transformación. Antes desconocíamos la crisis porque solo había
miseria. Cuando llegó el progreso, quisimos tener de todo. Los círculos se van
cerrando y ahora estamos en crisis. Los ayuntamientos y el resto de
instituciones jugaron alegremente con nuestro dinero hasta tal punto que si te
surge un par de ideas brillantes, como estos párrafos que estás leyendo, los
recopilas en formato libro y te empeñas en publicarlos, tienes que ir a buscar
el capital en los sitios más insospechados para que te echen una mano. Por
ejemplo a Fonteide. Con la supresión del NO-DO, ya nada es igual.
Hasta mañana.
Voy a echarme un trago. Después de que me operaron, estoy hecho un adicto.
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