Ayer por la
tarde no fui a caminar. Tuve que ir al dentista. Eso de odontólogo no lo tengo
aún asumido. Me tocaba limpieza. Me dijo el doctor que la cosa (me refiero a la
dentadura) iba bien. Después de soportar durante un rato el ruido y los efectos
de aquellos aparatejos, de ponerme un bicarbonato más frío que las patas de un
muerto, los enjuagues y pasar la tarjeta por la ranura (sí, ríete, como si tú
no lo hubieras hecho de igual manera), me dieron cita para el 24 de julio de
2014. Mejor así, porque el 25 no es que sea festivo en Los Realejos pero sí es
una fecha importante.
¡Ah!, hoy es
25, casi se me pasa. En esta jornada veraniega cumplimos el DXVII aniversario
de la fundación de la Villa
de Los Realejos. Así lo leí en la web municipal, de donde obtuve la fotografía
que ilustra el contenido de estos párrafos, y esbocé una sonrisa malévola. No
es la primera vez que lo comento, pero por otra más entiendo que no pasará
nada, ni me llamarán la atención desde el edificio de la Avenida de Canarias. El
archivero, los de prensa o los de protocolo. Nos embarcamos, en la época de
José Vicente, en el denominado Quinto Centenario (sin saber de qué) y ahora no
sabemos cómo salir del embrollo. Y cada año que pasa lo complicamos más.
Pero que hace DXVII (sigamos con la
numeración romana) años que se fundó el pueblo, chacho, ni jarto de grifa.
Aparte de la
discusión –todas son legítimas si están bien encauzadas– de si procede o no
rendir honores al Pendón, sostener que Los Realejos, como entidad de población
y con un territorio definido, cumple la friolera de 517 años, significa tanto
como pasarse un par de frenadas en la rotonda de La Gorvorana (¿han visto
cómo está?). Historiadores hay en la
Villa de Viera para deshacer entuertos. Se nos quitó la manía
de fijar aquel 25 de julio de 1496 como la de la colocación de la primera
piedra de lo que sería la
Iglesia de Santiago (por las disputas de antigüedad con la de
La Concepción
lagunera) y como contrapartida, y a este paso, acabaremos por ubicar un
ayuntamiento con techo de paja y cuatro sillas de montar que dejaron los
castellanos donde los regidores depositaban sus posaderas. Seamos serios. Si
no, yo también me sumo al cachondeo reproduciendo algo que está escrito desde
hace más de seiscientos años y que sigue siendo obra inédita. Al menos en
formato libro.
Casi, casi antes
del desembarco de Fernández de Lugo y sus correligionarios (españoles todos)
por la playa de El Socorro y por el incipiente muelle –natural, claro– de El
Guindaste. Que también deambularon por estos lares. Los de infantería, of
course. Que allí mismo ubicaron la cruz en señal de victoria, que no de
conquista, ni de matanza (ni de acentejo). Y que estando una tarde-noche
merendando en el sitio luego llamado Realejo de Arriba, vieron aproximarse a un
guanche elegantemente ataviado con piel de cabra morisca y mandarse un sonoro y
tremendo excremento gasificado –mucho después, comúnmente pasado a llamar pedo,
o gufo, que para todos los gustos hay– en la que más tarde sería Plaza de Viera
y Clavijo –que no estaba ni en proyecto, otro claro–, y marcharse corriendo
Godínez abajo hasta refugiarse detrás de una palmera –también canaria, of
course de nuevo: sin picudos ni rojos– allá por Los Quintos, cerca, muy cerca
del lugar de aterrizaje del Mencey Bentor, preámbulo inequívoco de los vuelos
en parapente. Y allí sentado, cuasi ensimismado, al cobijo de los hermosos
dátiles, y comprobando que nadie lo había seguido –otro exordio de lo de ni
puñetero caso–, se fijó en el extenso terreno que se abría ante sus atónitos
ojos y díjose para sus interiores íntimos de adentro, al contemplar cómo rodaba
un huevo de mirla montículo abajo, si no se podrían ubicar unos hoyitos en los
que recogerlos. Para no trabajar tanto y agacharse sólo una vez. A lo peor se
inventaba un carrito. El muy picapiedra. El muy... ¡Qué golf-o!
Algo similar
–no lo sabía– parece que le ocurrió (fue noticia principal en el informativo de
mediodía de la tele canaria) a una joven de 28 años en Gáldar (que también
venera a Santiago Apóstol y que guarda muchos vínculos con estas tierras
nuestras), quien dio a luz en el cuarto de baño del Centro de Salud de aquella
ciudad de Gran Canaria, siendo asistida por su padre. Le dio un retortijón de
barriga y salió disparada en busca del lugar en el que evacuar y… tuvo un
precioso niño –salió por la tele y todo– al que llamarán Joel Jesús. ¡Ay,
Jesús!, exclamo yo. Porque la susodicha manifestó, de un contento subido –y el
abuelo de la criatura, y matrón en este caso, mucho más; no sonreía, hablaba
por carcajadas–, que ignoraba que se hallaba en estado de buena esperanza. Se
ve que no tuvo faltas sino gases. Fue al baño a dar del cuerpo y cagó una
criatura (mis disculpas a los aprensivos, escrupulosos y delicados). Es que
tenía ya dos hijos anteriores y no se le puede aplicar lo de primeriza, novata,
ignorantona (bobona, que dirían los de Piedra Pómez).
Mi pueblo se
pone años; a esta muchacha y a su padre hay que darles un agua de epazote (más
que sea; en mis tiempos le quitábamos la e del principio); los ciclistas siguen
en tela de juicio por arrimarse demasiado a la eritropoyetina (con lo que a mí
me gustaba el Tour); jardines y descampados llenos de hierbas secas…
Me voy a
recoger. Dentro de un rato, fuegos artificiales otra vez. Hasta mañana.
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