Sí, mis
abnegadas asistentes; ni la amenazas de los limones y el bucospray han surtido
efecto. Les resbala. Se asemejan sobremanera a quienes deben guiarnos. Que
trazan rumbos dispares en función de lo que hallen cada mañana cuando asoman
allá en la proa. ¿O la popa? ¿Un
proyecto inacabado o la historia interminable? ¿Los vericuetos de la vida o la
insoportable levedad del ser? Y la madre del cordero. Que no divago,
reflexiono.
Se me han
acumulado diversas tareas, virtuosas llagas, y no he sido capaz de desarrollar
mis competencias básicas, elementales, primarias, que no fundamentales,
esenciales, primordiales. Mi alumbrado de cruce no alcanzó más allá de la
veintena de metros. Y me agobié, por qué no decirlo. Me vi rodeado por
quehaceres variopintos que provocaron apariciones inoportunas –sus apariciones,
respetables costras blanquecinas– y me causaron estrés, a decir de la sapiencia
culta y bien ponderada de los que más saben. Que de enfermedades van servidos.
Los pasajeros
de esta nave, preciadas úlceras, observan anonadados cómo la tripulación
comienza a hacer aguas y siento inmensa tristeza, plaguitas mías, y quisiera
disponer de un rato para ponerme a fregar la cubierta. Me apetece. Quizás me
distraiga un poco y puede que la fregona se lleve ponzoñas, contagios y
microbios. Ahora que los virus andan viene a resultar que hasta los cuartos de
baño se nos atascan. Y eso en medio del océano no implica mayor peligro, si la
avería es transitoria, pues, de lo contrario, habría que ponerlo en manos de
mantenimiento, y puede que sea peor el remedio que la enfermedad.
Hace un rato
creí ver, astutas incordias, una isla desierta. Pero saqué fuerzas de flaqueza
y miré para otro lado, no sea que hubiese sirenas y me atrajeran con sus
cantos. No aprendo, aunque sigo creyendo que si el trabajo transcurriese en
otro ambiente, donde la armonía fuese norma de obligado cumplimiento, otro
gallo nos hubiese cantado. Pero la gallina turuleca ha puesto un huevo, ha puesto dos, ha puesto tres…
“Siempre
estás de buen humor”, me señaló cierta viajera hace unos días. Menos mal que
ustedes, sagaces hostigadoras, no me han podido. Me han dejado chungo, pero he
resistido sin pedir quince días por asuntos propios (llagas en la lengua). Y
todavía me río de vez en cuando, toma ya. Y aparento uno menos, chúpate esa.
Cuando llegue a puerto, si antes una
tormenta tropical no nos deja en la estacada, me afeitaré, cambiaré mi rostro
curtido por las sales –interiormente por cuanto potingue calme escozores y
roces inoportunos–, y me embadurnaré con multiactiv de Astor hasta que no me
reconozca ni la nueva tripulación. Porque… dimito, me jubilo, me dedicaré a
pasear el carrito –con Emma dentro, claro–, a caminar cuando me venga en gana,
a fotografiar ánades hasta quedarme palmípedo perdido, a dormir… ¡Ay!, dormir,
qué añoranzas.
Y como ya no
tendré aftas, quedaré cuando menester fuere con otros extripulantes (que
también sumaron –y mucho– en anteriores
travesías) para reírnos a mandíbula batiente tras la ingesta de un par de vasos
de vino, porque las penas habrán quedado ahogadas. Atisbaremos en lontanaza
otra derrota (acepción náutica; ¿cómo?: ¡¡¡diccionario!!!). A la que desearemos
desde nuestro atalaya toda la suerte del mundo, porque en el navío irán
signadas huellas de un pasado que ya formará parte de nuestra historia.
Invisibles a la política del bien quedar y del ahora mismo, pero bien
interiorizadas, allá donde no llegan las miradas superfluas.
Necesitaba
desahogarme. A lo peor no lo he conseguido y el próximo lunes caeré nuevamente.
Pero estarán conmigo “los que lloran de rabia y se tragan el tiempo en “llaga”
viva”. Perdone usted, don Pedro García Cabrera, gomero ilustre, que da nombre a
mi calle vecina, por haber osado a cambiar “carne” por “llaga”. Sí, “solo nos
estoy. Están conmigo siempre horizontes y manos de esperanza”. Por eso, y no es
poco, aftas mías, voy a seguir. No me fugaré ni subiré a contarle los botones
al santo, ni asumiré competencias en el Comité de Honor para conmemorar El Voto
de San Vicente. Pero seguiré haciendo lo único que he sabido desde que me
sacaron de la cuna, qué digo, del cajón: trabajar. Sé, soy consciente, de que
van a acompañarme hasta el próximo espacio vacacional largo –verano–, pero al
menos tendré de qué y con quien quejarme.
De ustedes,
afectísimo, su seguro servidor, para lo que tengan a bien disponer.
P.D. Me temo que no haya sido demasiado original.
El género epistolar, tan generoso en nuestra literatura, se merece actores de
mayor porte. Y este humilde juntador de palabras, ahora, para más inri, en
período aciago, cree no haber alcanzado siquiera la condición de aprendiz.
Ojalá. Máxime cuando otras ocupaciones lo traen por la senda de la
malaventuranza. No quisiera que mis cuitas se convirtieran en malquerencias.
Sería mal síntoma. Gracias, mis aftas, por dejarme escribir en soledad. De no
haber sido por ustedes, la reflexión escrita no hubiera tenido lugar. Y seguro
que con la impetuosidad del lenguaje oral no hubiese sido lo mismo. Ustedes,
mis aftas, también lo han hecho posible. Reitero mi agradecimiento.
…
Tengan un
feliz fin de semana y que el inicio de septiembre no le suponga mayores
quebraderos de cabeza.
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