lunes, 19 de agosto de 2013

Bien nos encanta el cuento (3)

Y emprendió la segunda aventura, pero ahora lo haría a su manera. No estaba dispuesto a que otro paquete postal lo alcanzase. Así que se amarró el envoltorio a la cintura y otra vez camino a las alturas. Pero con una lección tenía bastante, porque en la segunda ocasión no hubo incidente alguno.
Se sentía feliz y dejó volar su imaginación. Ya se veía felicitado por papá cuando regresara de cazar. Creía flotar sobre una nube, sin darse cuenta de que todavía estaba sobre el tejado. Menos mal que se despertó, que si no se mete el segundo partigazo del día. Pero lo que son las cosas, hoy parecía que era ese día tonto que todos tenemos y que es mejor quedarse en casa acostado. Cuando bajaba se le trabó el taparrabos y en la lucha por desengancharse se raspó todo el culito, que le quedó blanco como la nieve.
Él no sabía lo que era la nieve, pero sí sabía que cuando los negros se hacen un raspón se les quedaba de aquel color. No te extrañes, cuando nosotros los blancos nos damos un golpe se nos hace un morado, que con el tiempo se va poniendo negro. Pero como Mamadou era un niño negro, cuando se golpeaba le salía un blanco, para que se le notara. Porque, si no, cómo iba a presumir. Compruebo que ya has entendido mi título de “Los negros se hacen blancos”.
¿El taparrabos? No, no me he olvidado. Noto que son todos ustedes muy inteligentes y no piensan dejar escaparme una. Hubo un tiempo en que ellos no sabían lo que era verano ni invierno. Mucho menos el otoño y la primavera. Sólo sabían que por la mañana salía el sol y por la tardecita se ocultaba tras aquellas lejanas montañas a las que nunca habían llegado. Sabían que unas veces llovía, pero jamás sintieron frío. Ni sabían lo que era. Por lo tanto no tenían pantalones, ni calcetines, ni zapatos, ni tenis, ni camisas, ni siquiera calzoncillos. Ni falta que les hacía.
Solamente con un pedacito de piel de alguno de los animales que cazaban se tapaban aquello que diferencia a los niños de las niñas. ¡No te rías! Y lo hacían porque les daba un poquito de vergüenza. Que no la habían sentido desde siempre, sino desde cuando llegó el misionero. ¿Te acuerdas? Antes de eso no llevaban nada y se sentían libres y felices, naturales como la vida misma. Pero el misionero cuando vio a todo el mundo con aquello al aire se puso colorado como los pimientos de las ensaladillas y decidió convencer a las gentes del poblado para que usaran taparrabos. Y así fue. En vez de desnudarse uno, se vistieron muchos. Y lo que son las cosas, cuando se marchó, como antes te dije, siguieron con aquello tapado porque ya les daba cierta cosita volver a quitárselo.
Menos mal que Mamadou no llegó a conocerlo –se había marchado antes de él nacer–, porque con el enfado que tenía le hubiese colocado el taparrabos de sombrero. Claro, si no hubiese llevado taparrabos, no se hubiera enganchado; y si no se hubiera enganchado, no se hubiese raspado su culito; y si no se hubiese raspado el culito, ahora no tendría un “blanco” que le estaba doliendo un montón; y si no le estuviese doliendo un montón, ahora estaría corriendo  detrás de las mariposas con toda tranquilidad.
Muchacho, te he contado tantas cosas de Mamadou, que se me había olvidado decirte que su hermanita tenía cinco años y se llamaba Mariama. Siempre se estaba riendo. Que yo recuerde, nunca la había visto llorar. Y cuando uno se ríe, enseña los dientes. Ella hacía lo mismo. Pero qué dientes más blancos. Más blancos que la ropa lavada con Ariel o Colón. Y perfectamente alineados. Sin aparatos ni boberías como los chicos de aquí.
Cerca del poblado había un riachuelo en el que se producía el baño diario. ¿Qué te pensabas, que los negros no se ensucian? Todo los días, baño, salvo cuando llovía, porque entonces había ducha. A veces removían mucho el agua y salían todos canelos, como envueltos en cola-cao.
Casi todo el día estaban por fuera. La cabaña era sólo para dormir. No, no estés pensando mal. No hacían pis en el río cuando se bañaban. Eran más limpios que los de aquí, que van a la playa y... ¡chorrito va! Luego te metes tú en el agua y pasas por sitios en que está calentita. ¿De qué será? Como ellos vivían en la selva, se podían arrimar detrás de cualquier árbol y... ¿tú no has oído hablar de los abonos?
Un día, cuando Mariama tenía tres años y se encontraba jugando con una tortuga que el papá le había traído del río grande, aquel al que llevaba su agua el riachuelo que antes te conté, le entraron enormes ganas de hacer pis. Y se alejó en busca de un escondite. Pero iba distraída, sin seguir los consejos de papá, que le había dicho que se fijara siempre bien por donde pasaba. Cuando creyó estar en el lugar conveniente, empezó a vaciar los depósitos. Con tan mala fortuna que lo hizo encima de un escorpión grande y gordo que soñaba tranquilamente. Los escorpiones son animales tranquilos, aunque no lo parezca. Pero cuando sintió aquella inoportuna ducha caliente con que Mariama lo estaba regando, pensó que era un ataque del enemigo. Y se defendió como sabía. Sacó su poderoso aguijón y se lo clavó a la niña en el mismo sitio en que su hermano se había hecho daño cuando se le enganchó el taparrabos; es decir, en el culito.
A Mariama le dolió mucho la picada, pero no le dio importancia e inició el regreso a casa. Caminaba y caminaba, pero estaba desorientada. Todos los árboles le parecían iguales. Comenzó a sentirse mareada. Ella creía que era de tanto caminar, pero el efecto del poderoso veneno del escorpión iniciaba su acción. Las ramas de los árboles parecían los brazos de enormes gigantes que querían atraparla. Todo le daba vueltas. Y se asustó mucho. Pero como pretendía ser como su hermano, se hizo la valiente. Pera ya las piernas no le respondían y sentó al pie de uno de los pocos árboles pequeños que encontró y se quedó profundamente dormida.
(Seguiremos)

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