martes, 20 de agosto de 2013

Bien nos encanta el cuento (4)

En el poblado la mamá estaba empezando a preocuparse. Le dijo a Mamadou que diera una vuelta a ver dónde se había metido la hermana. Pero como no la encontró, se organizó la búsqueda. Papá Mansour pidió tranquilidad, la misma que él utilizaba cuando iba a cazar. Sabía que si se ponían nerviosos sería mucho peor. Una vez calmados los ánimos se distribuyeron los hombres. Las mujeres se quedarían en el poblado por si Mariama regresaba cuando ellos estuviesen fuera.
–¿Puedo ir contigo?– preguntó Mamadou.
El padre pensó que más tarde o más temprano tendría que aprender su oficio y como esta era una buena ocasión para practicar, le respondió:
–De acuerdo, pero siempre a mi lado.
Al rato de haber salido, el pequeño ya creía saberlo todo. No dejaba de hablar, mientras papá, en absoluto silencio, observaba todo, como las leonas cuando acechan a su presa. Tan entretenido iba Mamadou con sus alegatos que no se dio cuenta de una trampa de las que tenían papá Mansour y sus amigos en todo el bosque. Y se cayó dentro. Su padre se acercó al borde y le dijo:
–La primera lección ha sido un fracaso. Si hablaras menos y te fijaras más no pensarías que ya lo sabes todo. En la vida se aprende siempre, aunque tengas un montón de años. Se aprende de las plantas, de los animales. Y se aprende observando y no hablando tanto. Aprenderías si marcharas a mi lado en silencio; ni delante ni detrás, sino a mi lado. Y si quieres seguir conmigo, sal de ahí, porque no pienso echarte una mano.
Y con la misma siguió su camino. Sabía que el muchacho era un gran trepador y podría salir solo. En efecto, al instante, Mamadou estaba a su lado. Eso sí, caminando en el más absoluto de los silencios. El padre dijo para sí: “Esto marcha”.
El padre pensaba que aquel terreno no era peligroso, ni había animales dañinos en las cercanías y empezó a preocuparse. Y se le olvidaron las lecciones que él recomendaba, por lo que, al no mirar bien por donde pisaba, se pegó un tropezón que casi se va de narices. Ya Mamadou iba a echarse una risotada, pero descubrió que el papá había topado con la tortuga de Mariama. Y como las tortugas son muy lentas, la niña no podía estar lejos.
Y la encontraron profundamente dormida al pie del árbol en el que se había puesto a descansar. Al levantarla, Mansour se percató de la hinchazón en la zona de la picadura. Rápidamente la trasladaron al poblado y le hicieron beber una pócima que conocían de sus antepasados, para que se le quitara el efecto del veneno que el animal había introducido en el cuerpo de la niña.
Pasaron muchas horas y Mariama no mejoraba. Ni despertaba. Lo hizo a los dos días, pero seguía mal. Y todos se dieron cuenta de que había transcurrido mucho tiempo desde que el escorpión la había picado. La mamá Ndiaye recordó lo que le había contado su abuela, cuando una persona logró salvarse merced a una extraña cura que le habían hecho en el gran poblado; allá muy lejos, donde el riachuelo se juntaba con el río grande, allá a donde se había marchado el misionero.
Y papá Mansour no se lo pensó dos veces. Preparó rápidamente la canoa, porque sabía que llegaría antes que caminando. Si remaba con todas sus fuerzas y aprovechaba la corriente que se producía por efecto de las últimas lluvias, pensaba que podría llegar en dos días y una noche. Además, por la selva tendría que cargar a la niña. Cogió una buena cantidad de pócima para mantener a Mariama despierta. Y se preguntaba: ¿Llegaré a tiempo?, ¿No se dormirá para siempre por el camino?
Con las primeras luces del alba inició el trayecto. Mamá vigilaba a la niña y él remaba con todas sus fuerzas. Mamadou quedó en el poblado a cargo de unos amigos.
Transcurrieron los días. Parecían más largos que los otros. Mamadou no quería jugar. Estaba triste y se pasaba todo el día sentado a la orilla del riachuelo. No se bañaba, apenas comía y no podía dormir. Tanto pensaba que ni se había dado cuenta de que había vuelto a llover y su cabaña ya no se mojaba por dentro.
Los amigos de papá Mansour, viendo la preocupación del niño, le pusieron un día, a la hora de la cena, unas gotas de un líquido que daba una planta muy rara y que servía para dormir a las gentes cuando les iban a curar alguna herida dolorosa para que no sintieran nada.
Esa noche el niño durmió profundamente. Y en sueños jugó con Mariama y la tortuga. Y en sueños salió con su padre a cazar grandes animales de los que aprovecharon sus pieles y su sabrosa carne. Y en sueños vio que llegaba al poblado una linda mujer de raza blanca que decía ser una maestra. Y que traía algo que ella llamaba libros, con dibujitos de colores. Y que aprendía a descifrar lo que ponía en ellos. Y en sueños se vio cruzando el riachuelo y llegaba al gran río y al gran poblado donde vivía mucha gente. Y lo hacía en una canoa que él mismo había construido…
(Seguiremos)

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