O yo estoy
desfasado –eso me espetará más de uno– o tengo otra manera bien diferente de
entender la política. Puede que de ambas cuestiones haya parte. Aunque debo
asegurarles, casi con total convencimiento y seguridad, que el enfoque que
poseo de lo que para mí sería el ideal de la gestión de cualquier
administración pública es notoriamente distinto al que hoy se estila en
ayuntamientos y otras entidades de mayor porte.
Una de las
acepciones del DRAE pone de manifiesto: Orientaciones o directrices que rigen
la actuación de una persona o entidad en un asunto o campo determinado. Y es la
que más me convence del amplio elenco observado. Porque ese concepto de
servicio a la sociedad, que paradójicamente se sigue esgrimiendo, se ha
permutado por otro mercantilista. Y al considerarse un trabajo, y bien
remunerado, se perdió esa pizca de ilusión, esos gramos de dedicación y esos
kilos de ingentes dosis de entrega. Por mucho que se maneje lo de las 24 horas
del día.
No abogo, ni
mucho menos, por el retorno a los años en que las penurias era la tónica
dominante. En los que consistorios con escasos medios –creo menester un
ejercicio casi tan complicado como cuando te cuentan una historia de un país
africano sumido en el subdesarrollo más infame– fueron capaces de ir dotando a
los barrios de aquellas infraestructuras que consideraríamos como algo inadmisible
si hoy no existieran. El tiempo, no obstante, transcurre a tal velocidad, y
nuestra memoria renquea con tanta frecuencia, que cuando escuchamos situaciones
de penurias y carencias, creemos que se trata de otra historia más del abuelo
pesado y gruñón con sus fábulas del año de la pera, con sus clásicas
batallitas. Y como ya estoy en ello.
El progreso
ha traído de la mano demasiadas servidumbres. Y los partidos políticos,
máquinas de poder devoradoras de voluntades, cambiaron, y de qué manera,
filosofías y modos de actuar. Aquellos que fuimos pioneros y que dimos un paso
al lado abandonando, incluso, militancias y borreguismos, hemos sido testigos
de una permuta tan radical en escasas décadas, que nuestras propuestas actuales
de cambio (sí, eso que de manera machacona se blande en cada convocatoria
electoral por parte de todos y a la vista están los resultados) solo hacen
esbozar sonrisas en quienes disfrutan de posiciones bien holgadas y no escasean
en sus bolsillos la calderilla suficiente para el cortado de media mañana y sus
cuentas corrientes hacen buenos los balances de cuentas de los Santander y
compañía.
Hace apenas
unos años, cuando se comenzó a construir el edificio democrático, la inmensa
mayoría de concejales debía defender su puesto de trabajo –muchas veces, o casi
siempre, en jornada de mañana y tarde– y aprovechaba el lapso de mediodía, amén
de las horas vespertinas, más las nocturnas que hicieran falta para el noble
menester de la res pública. Pero transcurridos aquellos dos primeros mandatos
(1979-1987), los diferentes partidos y/o agrupaciones electorales que
accedieron a los gobiernos municipales estimaron conveniente y oportuno que
cuantos más estuviesen dedicados exclusivamente al ‘trabajo consistorial’,
mejor caminaría la maquinaria administrativa, al tiempo que habría un
seguimiento más exhaustivo de obras y proyectos, amén de la posibilidad de
poder estar en contacto con autoridades de superior rango (las que debían
conceder los dineros). Y a tal idea se abrazaron. Y de qué manera.
Se dio inicio
al garbeo fácil, aprovechado y sin control. Los viajes a la capital del país se
sucedían de manera inversamente proporcional a los éxitos (económicos)
alcanzados. Se convirtió en costumbre tan inveterada que incluso después de
producirse la descentralización mediante la implantación de las autonomías, las
excursiones –sobre todo para puentear a las autoridades regionales o insulares–
eran tan abundantes como dispendiosas. ¡Oh!, fíjate tú que se inventaron giras
a Cuba (entre otras) como el que iba antes a Candelaria.
Harto sabido
es, ya lo decía mi abuela, que un arregosto es difícil de quitar. Y de aquellos
lloros con los que se aprendió a mamar, surgieron las sinecuras actuales. Así,
ayuntamientos con todos los servicios municipales privatizados, o en manos de
empresas municipales con un gerente al frente, son capaces de mantener a los
equipos de gobierno al completo (ríete cuando se trata de pactos) liberados en
concejalías que por sus funciones y cometidos más parecen chiringuitos y
parcelas de entretenimiento que áreas con objetivos bien definidos y con una
razón de ser rentable.
Y se alcanza
el colmo de la desfachatez cuando se atreven –todos, porque en este particular
nadie es capaz de bajarse del burro; o más explícito aún: soltar esa ubre a la
que se pegaron como lapas– a sostener que es en estos momentos de crisis, en
los que la lacra del paro y la pobreza se halla en unos niveles de oprobio
jamás imaginados, cuando es preciso más ‘enchufados’, porque se supone que
cuantos más piensen, mejores soluciones podremos conseguir. Ha llegado a tal
extremo su insolencia y caradura, que son capaces de venderte una moto sin
ruedas sin que se les caiga la cara de vergüenza y sin ruborizarse lo más
mínimo. Te encuentras a uno de ellos por la calle y le dices que en tal o cual
sitio hay una bombilla fundida y no se recatan en dirigirte a la empresa. Será
porque el susodicho se suda la lengua si lleva el encargo. Que por eso y para
eso cobra, y bien.
Ahí tenemos,
y válganos de ejemplo, que no de modelo, corporaciones, como la de San Juan de la Rambla, que se reúnen en
sesión plenaria un día laborable a las nueve de la mañana. Claro, como los
siete magníficos (uno del PP y seis de CC, aunque debí colocarlos al revés por
múltiples razones) tienen el camino expedito y bien allanado, amparándose en
peregrinas razones de operatividad y economía procesal –chiquita jeta el que
osen comentar la racionalización de los recursos–, no se recatan en que los
posibles asistentes se deben, y más en las circunstancias actuales, a las
labores que les permitan llevar los garbanzos a casa a final de mes. Y al
tiempo, cercenar, coartar o impedir que la oposición pueda ejercer el papel que
la legislación le otorga.
Imagínese,
don Tomás, que los seis concejales del PSOE fueran empleados de uno de sus
negocios. Y que le demandaran –están en su derecho– el permiso para estar
presentes en el salón noble durante las horas que dure la reunión mañanera. No,
no me conteste, por favor. Porque esa posibilidad jamás se va a dar. No ya por
el hecho de que usted no pueda disponer de un despacho de carne tan importante
que requiera esa cantidad de jornaleros (aunque un servidor, viendo el percal,
ceda ante la duda), sino que cuando se trata de mirar los asuntos desde una
visión diferente, los planteamientos cambian radicalmente. O si no, dígame cómo
fue capaz de sostener, no ya tras la moción de censura sino desde el primer
encuentro ‘amoroso’ (afectivo, cordial, tierno, cariñoso; lo aclaro por las
reminiscencias machistas, y no estoy señalando a nadie, que aún restan en
parajes isleños) con su álter ego, que lo que había sido blanco tornose negro
por arte de birlibirloque.
Y ya que
estoy, permítame. Cada vez que ando por su pueblo y se me ocurre soltar unas de
mis ‘arrancadas políticas’, los interlocutores suelen responderme con “aquí el
alcalde le da”. Al principio no caí hasta que me lo indicaron con gestos. Al
llegarme la información de su último espectáculo plenario –ya entiendo el
porqué no lo convoca al atardecer; serían muchas horas y no hay recipiente que
aguante tanto– pensé que si el tratamiento empresarial (por lo que le manifesté
antes de sus posibles obreros) es igual –se me antoja que peor, más zafio aún–,
apaga y vámonos. Y ahora que me acuerdo, yo también remití una pregunta al Chat
de La Opinión. Desapareció.
Algún mago (de magia) la volatilizó. Y era muy simple: ¿Por qué necesita ir
siempre acompañado del señor Abreu?
Con tales
fundamentos, nada puede sorprendernos el que una diputada de Coalición Canaria
aproveche el ratito de la cabezadita (dícese de aquel en el que a sus señorías
se les va el santo al cielo mientras otro diputado, normalmente de otro grupo,
suelta la retahíla desde la tribuna de oradores) para hacer, o revisar, la
tarea de su hijo. O como el que nos llamó gilipollas se dedica a visionar una
película (o documental, no sé dónde puede estar la diferencia), ostentando,
además, cargo importante en la composición, por el que cobra un suplemento bien
jugoso. ¿Caraduras? No, bastante más. ¡Ah!, y la susodicha alega en su descargo
que siempre se ha portado bien, que ha aguantado sentada de manera estoica y
sacrificada, incluso con la vejiga a punto de explotar. Y que este desliz se
debe a lo difícil que es conciliar la vida familiar. ¿Por qué no vas y se lo
dices en la cara a la madre que trabaja diez o doce horas diarias con sueldos
de miseria? Si tan abnegada es tu vida parlamentaria, ¿qué te impide abandonar
el cargo? ¿Cómo? Claro, razones monetarias.
Se están
extralimitando, señores reporteros gráficos. No nos va a quedar más remedio que
reducir el espacio hasta tal punto que se les haga imposible apretar el
disparador. Que ya está bien de sacarnos leyendo el periódico, jugando con el
móvil o extrayendo un moco impertinente que depositaremos disimuladamente
debajo del escaño. Por supuesto que lo justificaremos con la protección y
confidencialidad de los documentos.
¿Alcanzaré a
ver cómo vuelve a imperar la racionalidad en el uso, que no disfrute, de los insuficientes
–ustedes lo ratifican– recursos? Cállate, bobo, ya vuelves con tus utopías.
Inicio de semana, renovados bríos. Que hoy me pasé un fisquito (en el espacio).
Será para compensar el día de huelga. Cosa que jamás haría un concejal: no
hagas hoy lo que puedas dejar para mañana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario