lunes, 28 de octubre de 2013

Así no

O yo estoy desfasado –eso me espetará más de uno– o tengo otra manera bien diferente de entender la política. Puede que de ambas cuestiones haya parte. Aunque debo asegurarles, casi con total convencimiento y seguridad, que el enfoque que poseo de lo que para mí sería el ideal de la gestión de cualquier administración pública es notoriamente distinto al que hoy se estila en ayuntamientos y otras entidades de mayor porte.
Una de las acepciones del DRAE pone de manifiesto: Orientaciones o directrices que rigen la actuación de una persona o entidad en un asunto o campo determinado. Y es la que más me convence del amplio elenco observado. Porque ese concepto de servicio a la sociedad, que paradójicamente se sigue esgrimiendo, se ha permutado por otro mercantilista. Y al considerarse un trabajo, y bien remunerado, se perdió esa pizca de ilusión, esos gramos de dedicación y esos kilos de ingentes dosis de entrega. Por mucho que se maneje lo de las 24 horas del día.
No abogo, ni mucho menos, por el retorno a los años en que las penurias era la tónica dominante. En los que consistorios con escasos medios –creo menester un ejercicio casi tan complicado como cuando te cuentan una historia de un país africano sumido en el subdesarrollo más infame– fueron capaces de ir dotando a los barrios de aquellas infraestructuras que consideraríamos como algo inadmisible si hoy no existieran. El tiempo, no obstante, transcurre a tal velocidad, y nuestra memoria renquea con tanta frecuencia, que cuando escuchamos situaciones de penurias y carencias, creemos que se trata de otra historia más del abuelo pesado y gruñón con sus fábulas del año de la pera, con sus clásicas batallitas. Y como ya estoy en ello.
El progreso ha traído de la mano demasiadas servidumbres. Y los partidos políticos, máquinas de poder devoradoras de voluntades, cambiaron, y de qué manera, filosofías y modos de actuar. Aquellos que fuimos pioneros y que dimos un paso al lado abandonando, incluso, militancias y borreguismos, hemos sido testigos de una permuta tan radical en escasas décadas, que nuestras propuestas actuales de cambio (sí, eso que de manera machacona se blande en cada convocatoria electoral por parte de todos y a la vista están los resultados) solo hacen esbozar sonrisas en quienes disfrutan de posiciones bien holgadas y no escasean en sus bolsillos la calderilla suficiente para el cortado de media mañana y sus cuentas corrientes hacen buenos los balances de cuentas de los Santander y compañía.
Hace apenas unos años, cuando se comenzó a construir el edificio democrático, la inmensa mayoría de concejales debía defender su puesto de trabajo –muchas veces, o casi siempre, en jornada de mañana y tarde– y aprovechaba el lapso de mediodía, amén de las horas vespertinas, más las nocturnas que hicieran falta para el noble menester de la res pública. Pero transcurridos aquellos dos primeros mandatos (1979-1987), los diferentes partidos y/o agrupaciones electorales que accedieron a los gobiernos municipales estimaron conveniente y oportuno que cuantos más estuviesen dedicados exclusivamente al ‘trabajo consistorial’, mejor caminaría la maquinaria administrativa, al tiempo que habría un seguimiento más exhaustivo de obras y proyectos, amén de la posibilidad de poder estar en contacto con autoridades de superior rango (las que debían conceder los dineros). Y a tal idea se abrazaron. Y de qué manera.
Se dio inicio al garbeo fácil, aprovechado y sin control. Los viajes a la capital del país se sucedían de manera inversamente proporcional a los éxitos (económicos) alcanzados. Se convirtió en costumbre tan inveterada que incluso después de producirse la descentralización mediante la implantación de las autonomías, las excursiones –sobre todo para puentear a las autoridades regionales o insulares– eran tan abundantes como dispendiosas. ¡Oh!, fíjate tú que se inventaron giras a Cuba (entre otras) como el que iba antes a Candelaria.
Harto sabido es, ya lo decía mi abuela, que un arregosto es difícil de quitar. Y de aquellos lloros con los que se aprendió a mamar, surgieron las sinecuras actuales. Así, ayuntamientos con todos los servicios municipales privatizados, o en manos de empresas municipales con un gerente al frente, son capaces de mantener a los equipos de gobierno al completo (ríete cuando se trata de pactos) liberados en concejalías que por sus funciones y cometidos más parecen chiringuitos y parcelas de entretenimiento que áreas con objetivos bien definidos y con una razón de ser rentable.
Y se alcanza el colmo de la desfachatez cuando se atreven –todos, porque en este particular nadie es capaz de bajarse del burro; o más explícito aún: soltar esa ubre a la que se pegaron como lapas– a sostener que es en estos momentos de crisis, en los que la lacra del paro y la pobreza se halla en unos niveles de oprobio jamás imaginados, cuando es preciso más ‘enchufados’, porque se supone que cuantos más piensen, mejores soluciones podremos conseguir. Ha llegado a tal extremo su insolencia y caradura, que son capaces de venderte una moto sin ruedas sin que se les caiga la cara de vergüenza y sin ruborizarse lo más mínimo. Te encuentras a uno de ellos por la calle y le dices que en tal o cual sitio hay una bombilla fundida y no se recatan en dirigirte a la empresa. Será porque el susodicho se suda la lengua si lleva el encargo. Que por eso y para eso cobra, y bien.
Ahí tenemos, y válganos de ejemplo, que no de modelo, corporaciones, como la de San Juan de la Rambla, que se reúnen en sesión plenaria un día laborable a las nueve de la mañana. Claro, como los siete magníficos (uno del PP y seis de CC, aunque debí colocarlos al revés por múltiples razones) tienen el camino expedito y bien allanado, amparándose en peregrinas razones de operatividad y economía procesal –chiquita jeta el que osen comentar la racionalización de los recursos–, no se recatan en que los posibles asistentes se deben, y más en las circunstancias actuales, a las labores que les permitan llevar los garbanzos a casa a final de mes. Y al tiempo, cercenar, coartar o impedir que la oposición pueda ejercer el papel que la legislación le otorga.
Imagínese, don Tomás, que los seis concejales del PSOE fueran empleados de uno de sus negocios. Y que le demandaran –están en su derecho– el permiso para estar presentes en el salón noble durante las horas que dure la reunión mañanera. No, no me conteste, por favor. Porque esa posibilidad jamás se va a dar. No ya por el hecho de que usted no pueda disponer de un despacho de carne tan importante que requiera esa cantidad de jornaleros (aunque un servidor, viendo el percal, ceda ante la duda), sino que cuando se trata de mirar los asuntos desde una visión diferente, los planteamientos cambian radicalmente. O si no, dígame cómo fue capaz de sostener, no ya tras la moción de censura sino desde el primer encuentro ‘amoroso’ (afectivo, cordial, tierno, cariñoso; lo aclaro por las reminiscencias machistas, y no estoy señalando a nadie, que aún restan en parajes isleños) con su álter ego, que lo que había sido blanco tornose negro por arte de birlibirloque.
Y ya que estoy, permítame. Cada vez que ando por su pueblo y se me ocurre soltar unas de mis ‘arrancadas políticas’, los interlocutores suelen responderme con “aquí el alcalde le da”. Al principio no caí hasta que me lo indicaron con gestos. Al llegarme la información de su último espectáculo plenario –ya entiendo el porqué no lo convoca al atardecer; serían muchas horas y no hay recipiente que aguante tanto– pensé que si el tratamiento empresarial (por lo que le manifesté antes de sus posibles obreros) es igual –se me antoja que peor, más zafio aún–, apaga y vámonos. Y ahora que me acuerdo, yo también remití una pregunta al Chat de La Opinión. Desapareció. Algún mago (de magia) la volatilizó. Y era muy simple: ¿Por qué necesita ir siempre acompañado del señor Abreu?
Con tales fundamentos, nada puede sorprendernos el que una diputada de Coalición Canaria aproveche el ratito de la cabezadita (dícese de aquel en el que a sus señorías se les va el santo al cielo mientras otro diputado, normalmente de otro grupo, suelta la retahíla desde la tribuna de oradores) para hacer, o revisar, la tarea de su hijo. O como el que nos llamó gilipollas se dedica a visionar una película (o documental, no sé dónde puede estar la diferencia), ostentando, además, cargo importante en la composición, por el que cobra un suplemento bien jugoso. ¿Caraduras? No, bastante más. ¡Ah!, y la susodicha alega en su descargo que siempre se ha portado bien, que ha aguantado sentada de manera estoica y sacrificada, incluso con la vejiga a punto de explotar. Y que este desliz se debe a lo difícil que es conciliar la vida familiar. ¿Por qué no vas y se lo dices en la cara a la madre que trabaja diez o doce horas diarias con sueldos de miseria? Si tan abnegada es tu vida parlamentaria, ¿qué te impide abandonar el cargo? ¿Cómo? Claro, razones monetarias.
Se están extralimitando, señores reporteros gráficos. No nos va a quedar más remedio que reducir el espacio hasta tal punto que se les haga imposible apretar el disparador. Que ya está bien de sacarnos leyendo el periódico, jugando con el móvil o extrayendo un moco impertinente que depositaremos disimuladamente debajo del escaño. Por supuesto que lo justificaremos con la protección y confidencialidad de los documentos.
¿Alcanzaré a ver cómo vuelve a imperar la racionalidad en el uso, que no disfrute, de los insuficientes –ustedes lo ratifican– recursos? Cállate, bobo, ya vuelves con tus utopías. Inicio de semana, renovados bríos. Que hoy me pasé un fisquito (en el espacio). Será para compensar el día de huelga. Cosa que jamás haría un concejal: no hagas hoy lo que puedas dejar para mañana.

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