Es increíble
hasta qué punto piensan los políticos (para mí son los que hicieron de la
política su modus vivendi y bien diferentes de los que ejercen un cargo
político –orgánico o público– durante un tiempo prudencial) que la proximidad
de unas elecciones o el desapego social que destilan, les confiere la
posibilidad de redimirse a través de manifestaciones (orales o escritas) en las
que pretenden, arriba, pasar por listos al tiempo que incluirnos en el catálogo
de subnormales profundos. Y a lo peor nos lo tenemos bien merecido.
He alcanzado
un punto tal que desconfío de quienes se apoltronan décadas variando cada
cuatro años una o dos líneas de sus discursos programáticos, pero no menos de
los que pretenden sustituirlos con arengas que son meros parches en el edificio
democrático. Los unos y los otros, albañiles profesionales de la chapuza,
juegan con un recipiente de aguaplast, creyendo que con esa macilla es posible
arreglar el desconchado, exterior e interior, cuando los embates han causado
profundas grietas que exigen operaciones de mayor porte.
Los cachorros
(y no es mía la definición) del PP, nacidos y criados todos ellos al socaire de
bonanzas y comodidades (para entendernos, que vinieron al mundo con cinco panes,
en vez de uno, bajo el brazo), se han aprendido el manual de instrucciones de
tal manera que no se recatan en disimular algo cuando las situaciones lo
requieran. Qué va, son de pensamiento único, se pusieron las orejeras y tira
pa´lante.
En mi pueblo
tienen la consigna bien clara. Y algunos, que ya se ven parlamentarios, a tenor
de fotos colgadas en sus perfiles sociales, rebuscan en los medios de
comunicación que abanderan sus doctrinas para arremeter contra cualquier bicho
que se mueva, que pase ante su punto de mira. Observan los andares del
venezolano Maduro (manda castaña el apellido) y el calificativo más generoso
que le dedican es el de imbécil (alelado, escaso de razón). Pero aplauden con
las orejas a otro local, aparentemente tan descerebrado como aquel, que nos
deleita con tantas, o mayores, gilipolleces.
La carta
abierta que exdirigentes de IU, con el añadido garzoniano, han hecho pública
ante la inminente Conferencia Política del PSOE me parece otro capítulo teórico
de buenas intenciones, pero de una sustancial falta de calado en las reformas
prácticas que la izquierda debe acometer. Lo que se me antoja otra manita de
barniz con que encubrir el modus operandi establecido. Creo que hay miedo
–puede que pánico– a establecer diferencias por el temor a la reacción del
electorado. Sin percatarse de que es ese tremendo parecido en la manera de
afrontar la gestión y administración de los recursos lo que confunde a una
población que se hastía de ver a los unos (PP) y a los otros (PSOE) trazando
esquemas similares.
Vuelven los
llamados a la participación activa, a los espacios abiertos, a la regeneración
y renovación de la política (cantos de sirena) y eslóganes del bien quedar
(“Nuestro objetivo es la derrota de la derecha”), cuando la gente está
–estamos– hasta los mismísimos de panfletos, ponencias y declaraciones. Y
quiere –queremos–, demanda –demandamos– hechos, acciones, menos decir y más
hacer. Porque para ese restablecimiento y mejora de lo que sostienen haberse
degenerado, no es suficiente ese calco de recetas. Es más, me leo el programa
de las anteriores elecciones del Partido Popular –el nacional y el de mi
pueblo– y las concomitancias saltan a la vista.
Se tiene
tanto miedo al qué dirán, al cómo nos saldrá, que se echa mano de una guía para
elaborar esquemas de actuación que yo denomino del ‘no mojarse por si acaso’. Y
resumen todo el progresismo en frases como esta: “Es imprescindible que la Social Democracia de un paso
hacia delante’. Escóndanse por si los tachan de socialistas, sin más, sin
etiquetas, sin tapujos. ¡Ah!, y si esta misiva es calificada por algunos
entusiastas como una avanzadilla, a peor la mejoría. A lo más se atrevieron a
“nuevos liderazgos compartidos con la sociedad”. Eso sí, no levanten mucho la
voz que se puede incomodar don Alfredo. Vaya renovación.
Y en ello estábamos
cuando surge la neófita Rosa María Díez González, cuya bisoñez, candidez y…
pardiez, qué cara se gasta. Su proyecto, muy personalísimo y de ella misma
mismamente, no es de izquierdas ni de derechas, pero tampoco de centro. No es
de derivadas ni de integrales. Ni de combinaciones ni de permutaciones, lo más
de variaciones.
Se subió al
carro a los 25 años y ahí continúa. Avanza en ocasiones, retrocede las más,
rumbo a la izquierda durante mucha parte del trayecto y viraje a estribor en
esta última singladura. Su ficha personal del Congreso anuncia que cursó
estudios administrativos (¿?) y es funcionaria en excedencia. Vete a saber qué
estudios son esos y de dónde es funcionaria. Debió tomar posesión y adiós muy
buenas.
Quien se nos
presenta como la salvadora de las desgracias españolas nació en 1952. Y a sus
61 años presume de ganarle a Isaac Valencia. Agárrate cuando tenga los 76 del
exalcalde villero. En 1979, un año y poco después de haberse afiliado al PSOE,
ya llevaba Régimen Interior y Bienestar Social en la Diputación Foral
de Navarra. En 1983 ascendió a vicepresidenta de sus Juntas Generales. Desde 1986 a 1999 pasó a formar
parte del Parlamento Vasco. Durante el pacto de gobierno con el PNV fue
consejera de Comercio, Consumo y Turismo (1991-1998). En 1998 se presentó a las
primarias para elegir candidato a lehendakari, siendo derrotada por Nicolás
Redondo Terreros. Comienzan las desavenencias (a la señora no le gusta perder),
que se acentúan cuando se rompe el pacto de gobernabilidad. No obstante, como
volver a ser simple funcionaria no entra en sus cálculos, ni inmediatos ni
mediatos, encabeza la lista del Partido Socialista a las elecciones europeas de
1999. Y se va a Europa, que se dice. Repite en 2004, como número 2. En el año
2000 compitió para la Secretaría General
del Partido con Zapatero, Bono y Matilde Fernández. No solo perdió sino que fue
la que menos votos obtuvo. Ha sido concejala en Güeñes (Vizcaya). En 2003
encabezó la lista para la alcaldía de Ondárroa (Vizcaya), no obteniendo ni siquiera
un concejal. Después de muchos tiras y aflojas, el 25 de octubre de 2006,
escenifica, con su abstención en la votación de la propuesta del grupo
socialista de la Eurocámara
para iniciar el proceso de paz con ETA, el divorcio definitivo y se inician los
acercamientos a Ciutadans de Catalunya, su oratoria se torna más cercana a los
postulados del PP (y las tertulias en Telemadrid son buena muestra). Al poco
tiempo se incorpora a la plataforma Basta ya, para crear, a su imagen y
semejanza, el partido Unión, Progreso y Democracia (UPyD) en 2008. Y el resto
ya es historia reciente.
Y cuando la
veo en la tele, ayudada de su look juvenil y veraniego, me digo –sí, a mis
interiores íntimos de adentro– cómo pude yo desaprovecharme de tal manera.
Tenía que haber seguido y ahora mismo estaría en condiciones de ofrecerme como
la alternativa, pues apenas llevaría treinta años, como Juan Dóniz, y eso es
tanto como estar empezando a vivir. Claro, no tendría barba, iría a la sesión
de masaje diaria y tendría la piel tersa como el culito de un niño. Pero lo
mejor sería mi discurso. Rescataría las arengas mitineras de finales de los
setenta y…
Y… Manda
pejines, lancha rápida. Vamos como los cangrejos. Renovaciones, esgrimen. Y las
que quedan por vislumbrar. Y que yo las vea, aunque me enrabiete todo.
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