Hace años
–bastantes– estuve en San José. Y allí, en amenísima charla, compartí durante
buen rato con los alumnos de la tutoría del amigo Alonso Borges las vivencias
de dos personajes entrañables: Pepillo y Juanillo. Acción que luego se repitió
en el colegio San Sebastián, de Realejo Bajo, de la mano del padre de un gran timplista,
Pedro Izquierdo, pero mejor maestro, el también amigo y compañero del gremio
Venancio (Izquierdo como el hijo, claro).
Una anécdota
se me quedó grabada de manera especial. Uno de los chiquillos me miraba
sorprendido y cuando le correspondía hacerme la pregunta de rigor me hizo la
siguiente reflexión: “Yo creía que todos los escritores eran viejitos y con
barba”. Si me columbrara ahora, taytantos
después, seguro que le cuadraría mi físico en sus esquemas. Siento haber
desilusionado al infante, para satisfacción personal, al estimar el mozalbete
que era aún joven para su preconcebida idea.
Recordé estos
pasajes porque hace un rato pude leer en el sitio del ayuntamiento ramblero el
texto que a continuación transcribo:
"El
Ayuntamiento recibió ayer la visita de los alumnos de los primeros cursos de
primaria del CEIP Francisco Afonso Carrillo, que descubrieron de manos de
nuestro primer Teniente de Alcalde Marco Antonio Abreu, qué oficinas tiene el
edificio, qué trabajo se hace en cada una y además pudieron aprender cómo
funciona una sesión plenaria y el proceso de toma de decisiones en el
municipio".
Hago la
pertinente salvedad: el subrayado es mío. Y como no tengo por qué dudar de lo
que desde el consistorio se nos señala, me asalta terrible dilema: Pobres
alumnos, qué trauma para el resto de sus vidas, para qué hacerlos pasar por
semejante calvario, qué necesidad de amargar tan tiernas conciencias. Con lo
felices que ellos acudieron al noble edificio, para qué indicarles –a lo peor
con pelos y señales– cómo, y qué instructivos, son los debates en los plenos
municipales. Pero si ya tienen sus manuales de lectura, estipulados cada
comienzo del periodo lectivo y para cuatro cursos, ¿con qué aviesas intenciones
se les cercena su candidez e inocencia?
Menos mal que
llevo jubilado unos cuantos septiembres. Si yo ejerciera en el centro que lleva
el nombre del que fuera entrañable alcalde portuense, no estaría muy tranquilo,
sino más bien preocupado. Ignoro quién impartió la clase por la que,
supuestamente, los alumnos grabaron en su casi vírgenes neuronas el intríngulis
de la susodicha sesión plenaria. No quisiera pensar que les hayan hecho
escuchar el audio de las habidas recientemente. Esperen un momento que me
sacudo la cabeza para alejar de mí estas indecentes cavilaciones.
He pensando
en varias ocasiones cerrar este blog, dar el carpetazo y dedicarme a
escupir (te juro que quería poner
escribir y el ordenador se trastocó, pues así lo dejé) boberías en las redes
sociales. Vende más. Y estoy cansado de que me feliciten los socialistas cuando
opino de los populares. Y a la viceversa, que decía el gran Juan Espuela, en la finca de La Gorvorana. Qué
necesidad tienes tú de eso, me espetan casi todos. Pasa de la política, me
reprochan otros tantos. Y no sé cómo explicarles que no puedo, que es algo
superior a mí. Es –o debe ser– una sensación idéntica a la que perciben
alcaldes y concejales que viven agarrados a un sillón, más pegados que una lapa
en cualquier risco de El Guindaste.
Aunque pierdo
muchos minutos del día, de la muy ajetreada agenda, en teclear, alguna
satisfacción me produce muy de vez en cuando. Como también estoy en Twitter
–qué modernidades, si mis padres levantaran la cabeza– también ayer recibo un
mensaje: ¿Conoces a Paulino Rivero? Pasada esa primera reacción en la que te
dan ganas de contestarle y a ti qué te importa, me fijé que, asimismo, me
remitían otras sugerencias de amistad que guardaban relación con el presidente
autonómico. Una de ellas era Romerías Canarias (@romeriacanaria). Es que están
en todo y aun en la distancia saben de mis novelerías y que allá donde vaya el
sauzalero estaré esperándole con los brazos abiertos y la bota bien repleta.
Y tal y como
empecé, finalizo. El pasado domingo tuve un intercambio de pareceres con un paisano
de San José. No sospechoso, como los de San Juan. Y no difería demasiados
centímetros su criterio del mío. Y mira que presumo de tener amigos en el otro
platillo de la balanza (política). Pero llegamos a la conclusión de que las
lecciones que se difunden en el noble y coqueto pueblo de San Juan de la Rambla, no vienen
confiriendo notables enseñanzas o moralejas, salvo que Tomás, Marco, Félix,
Jonay, Juan, Vanessa e Iván –quienes se deben al sobre de fin de mes– nos
quieran hacer ver lo contrario.
Dejen a los
chicos tranquilos en sus escuelas y no les inculquen malas ideas desde tan
temprana edad, que lo que se cría cambado ni la mejor pedagogía ni la más
exquisita didáctica serán capaces de recomponer. ¿Ejemplos? Chacho, ¿otra vez?
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