Parece que el
destino de Los Sabandeños va a seguir ligado a las refriegas. Entre quien
entre, y aspirantes sobran, la incompatibilidad de ciertos caracteres será la
tónica dominante. Y el grupo no desaparecerá, pero cada mes que pasa es menos
sabandeño. Será un conglomerado de intereses, profesionales todos de la música,
que devorarán partituras y extraerán notas del aire que respiran, pero que
habrán perdido las esencias de La Punta. Se
ficha, estilo equipo de fútbol, a los mejores, pero no se puede correr tupido
velo cuando las incorporaciones se convierte en algo habitual. Me temo que las
palabras de Manolo Mena (“Aunque me digan que ya no tengo derecho a nada, lo
que me alegra es haber ayudado con mi granito de arena a lo que se hizo;
nosotros creamos patrimonio”) se han ido con él. Y aquí, ese otro patrimonio,
mucho más material, será el leitmotiv fundamental.
Los autores
se limitan a exponer el parecer de muchos entrevistados. Entiendo que es lo
correcto, lo objetivo. Incluso Gonzalo, sabandeño durante largos años, se
atiene al guion preestablecido: “No pretendemos arrogarnos la autoridad moral
para juzgar y sentenciar”. El libro es, pues, el desahogo de tristezas y
frustraciones, pero, asimismo, de éxitos y logros.
Yo deduzco
que en todas las crisis habidas siempre ha existido un ganador: Elfidio Alonso.
En su línea de hombre de negocios ha seguido siempre adelante. Con férrea
disciplina para poder llevar a cabo sus producciones (muchos discos=bolsillo
caliente), aunque deba llevarse por delante (Bacallado) los sentimientos de las
personas. Que ha sabido atribuirse incluso méritos ajenos (arreglos musicales,
verbigracia, algo de lo que no tiene pajolera idea), y bien a su nombre o bajo
el barniz disimulado del grupo (su propiedad), ha montado un chiringuito que
está abierto todo el año y prolonga la venta de vino nuevo hasta después de
haber agotado existencias.
Cuando
supieron de la publicación de este libro, y tras escuchar o leer varias de
las postillas que ha suscitado, algunos
amigos creen que puede significar un grave perjuicio para las andanzas del
considerado grupo señero. Este que les escribe, porque cantar se le da muy mal
y tocar, lo que se dice tocar, comme ci,
comme ça, escéptico de profesión, siquiera por llevar la contraria, opina
que lo mismo les vale de revulsivo. Hablen de uno aunque sea para mal. Como son
varios los conocidos, unos más cercanos y los otros menos, que forman parte
actualmente de Los Sabandeños y sé de su alegría y satisfacción por la
pertenencia al colectivo y el orgullo de acostarse bajo la manta esperancera
(“ser sabandeño y cargar con la manta era una medalla: todo el mundo te
reconocía por donde quiera que fueras y te llamaban de todos sitios”; ay, la
historia repetitiva y machacona), afirmo que la filosofía elfidiana seguirá imperando, continuará el hacer y deshacer a su
antojo, ya que el resto de componentes son simples colaboradores. Cuídense
mejor aquellos grupos de menores emolumentos, que están dirigidos por esos
mentados colaboradores, porque cuando se originen conflictos de simultaneidad
siempre habrá quien tiene la sartén bien agarrada por el mango.
Hoy se
defiende a Benito Cabrera. No podría esperarse otra cosa. Un nuevo Elfidio, el
heredero, achaca a Héctor el no haber sido capaz de entrarle al viejo. “No sé
si es que mi padre antes imponía más y ahora impone menos, pero te aseguro que
en los últimos años Benito ha hecho con el grupo lo que le ha dado la gana”.
Resumen muy ilustrativo. Elfidio senior se hace viejo, pero los modos se
heredan. En un futuro, acuérdense, volveremos con otro artículo de opinión que
surgirá a partir de este párrafo que termina en el siguiente punto y aparte.
Puede que,
paradojas del destino, una cuestión de himnos desencadene otra revolución. Por
mucho contrato que se halle firmado. Los Sabandeños avanzan. Con el nombre, que
no con el espíritu ni el sentimiento. La excesiva profesionalización (el meter
el folclore en una pentagrama, que alguien definiera), mientras haya
actuaciones, viajes y grabaciones, puede ser la llave para la persistencia.
Mucho más cuando se recorre el barco con un sobre para el reparto de las dietas
en un viaje a Gran Canaria. A la vista de todos. Actitud a la que respondí con
un taxativo: ‘Yo soy de Los Gofiones’. El nivel de aceptación permanece. Pero
el sonido es diferente. Puede que mejor, pero menos sabandeño, menos auténtico,
más académico. Para mí eso es malo, perder las señas de identidad significa la
muerte. Capto, e intento poner la oreja en la dirección adecuada, que Los
Sabandeños han sido sepultados. Pero han surgido otros Sabandeños. A los que
deseo larga vida, aunque ya no me gusten. Se me alegará que ópticas y
cristales. Cada cual se consuela como mejor crea oportuno. Sin embargo, y algo
me muevo, la contestación se ha incrementado. Lo mismo es un acicate. Su
inteligente y sagaz director –no el musical– moverá los hilos adecuados. Como
el que maneja las marionetas. Es un símil.
Y final: si
tienes la oportunidad, léelo. Consejo que doy a los que pudiendo leer estas
líneas opinen que Jesús se ha podido cebar. A los autores, mis más sinceras
felicitaciones por esa intrahistoria que definiera Unamuno. Intuyo que ha sido
válvula de escape para muchos que han quedado liberados. Al menos un poco.
Muchas
gracias por su atención (ños, parezco el presentador de un grupo folclórico) y
hasta el lunes en que a lo peor corresponde análisis postelectoral.
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