El Tribunal
Supremo lo ha confirmado: hay que proceder al derribo del edificio que alberga la Biblioteca Pública
de Las Palmas de Gran Canaria. Y todo ello porque el alcalde de aquella época,
el currito y echado pa´lante (nadie lo expresa con meridiana claridad pero yo no
tengo inconveniente porque nada debo) don José Manuel Soria, decidió, obviando
advertencias y reparos, saltarse a la torera la legislación vigente y meterle
mano a la construcción puesto que él era la autoridad. Ahora también, aunque en
otras facetas. Porque harto sabido es que el que vale, vale, y el que no, pa´
maestro escuela.
Estos cargos
públicos, dominados por la soberbia y el aquí estoy yo (a ver quién es el guapo
que me toca la oreja), entienden que la lentitud de la justicia en este país
juega a su favor de manera arbitraria. Tal que cuando se dicte la pertinente
sentencia, por muy condenatoria que sea, se creará una tan complicada situación
que difícilmente se podrá acatar en todos sus justos términos. Ahí tenemos, a
modo de ejemplo, varios establecimientos hoteleros en Lanzarote –edificados con
la aquiescencia de los organismos que dicen velar por nuestros intereses y que,
en definitiva, bordaron filigranas y confeccionaron entramados para llevar a
cabo sus fechorías, ganancias incluidas– que llevan años con órdenes de
demolición y, vuelvo a insistir, aquí no ha pasado nada.
El señor
Soria, lo cortés no quita lo valiente, –a pesar de haberse quitado el bigote,
Aznar también– demanda respeto a las resoluciones del alto tribunal. Para el
afer de las prospecciones, por supuesto. Porque para este particular tiene a
Cardona, y otros acólitos, como salvapantallas. La parte ancha para él, que ya
el resto pasará por el gollete.
Todos
sostienen, y yo comparto esa idea, que no sería una buena táctica cumplir a
rajatabla lo que los magistrados han firmado y rubricado. Y no me planteo, con
ello, la disyuntiva de hacer caso omiso a lo que varias instancias judiciales
han considerado como un flagrante delito de incumplimiento de la normativa
urbanística. No, lo que habría que hacer es sancionar de manera ejemplar a
quien ha ocasionado un quebranto a las arcas públicas de nada más y nada menos
que seis millones de euros. Que se dirá pronto, pero que se digiere lentamente.
Los
ciudadanos de Las Palmas no pueden ser los sufridores de los desatinos de quien
va por la vida en plan pescador de salmones. Ni apechugar, por si fuera poco,
con el coste añadido del derrumbe. Bastante desmoronados estamos ya como para
que nos claven otro par de puñales. Los miles de usuarios de aquellas
instalaciones no deben pagar las consecuencias del arrogante y altanero (como
el caballo de Mary Sánchez) que, aun sabiendo que esta causa tenía todas las de
perder (y valga el lenguaje coloquial como sustituto de la ortodoxia jurídica),
entendió, y de ello se jactó, que jamás sería tumbado. Farruco, presumido y
fanfarrón.
Ahora bien,
¿posee la justicia los medios necesarios para determinar la exigencia de
responsabilidades? Me temo que no. Los que legislan, los aforados, no están por
la labor de una limpieza profunda. Mucho menos cuando de su cortijo se trata.
Los vericuetos, las artimañas, las componendas, los amaños… que ‘disfrutan’
estos negligentes los recubre de una coraza que rayan la iniquidad y el
despotismo. Y como, desgraciadamente, proliferan estos turbios asuntos, nos
queda la impresión de que junto a su impunidad han adherido la etiqueta de la
inmunidad.
Mientras
Cardona señala que habrá recurso ante el Constitucional, el actual concejal de
urbanismo declara (ayer mismo) que se está haciendo un drama con esta cuestión.
Para este último, qué falta de ignorancia. Para el señor alcalde, una minucia
(y corríjanme los entendidos):
El Tribunal
Constitucional está para salvaguardar posibles derechos conculcados. Que en
todo el proceso, se deduce, han sido los de los demandantes (vecinos de la
zona). Y así, machaconamente, las sucesivas sentencias han precisado. El
tratarse de una biblioteca, loable iniciativa, no exime del cumplimiento de la
ley. El fin no justifica los medios. Ahora, en este casi final, existe un
atropello que me atrevo a calificar de mayor: la enorme cantidad de
perjudicados en el supuesto de que haya que mandar pa´l carajo (con perdón)
todo el inmueble.
Claro que no
se derribará. Como no se ha podido en los mencionados hoteles conejeros. Porque
la Justicia
no tiene recursos para hacer cumplir sus sentencias. Algo que no le
corresponde, por otra parte. Y ya se sabe lo que le ocurre a los jueces que se
ponen bravos. Como las últimas instancias del poder judicial están politizadas
desde el nombramiento de sus componentes, si te mueves no sales en la foto.
Cuidado o te separo.
Otra guinda
para el muestrario. Y con estas sensaciones el cuerpo se nos va quedando
muermo, ido (esvaido, como decía
cierta parienta). Porque estos quebrantos en la hacienda pública bien merecen
un castigo cabal. Don José Manuel Soria López, como otros tantos anteriormente,
acabará felizmente jubilado en el consejo de administración de cualquier
multinacional petrolera, se paseará de vez en cuando por la biblioteca de
marras (a observar la placa en su honor), que ya nosotros contribuiremos al
relleno de otro cochinito (de oro).
Del
respectivo, ¿tienen algo que declarar Antona, Domínguez, Navarro, Fernández o
el autor del exabrupto el cojito de la ETA? ¿No? ¿Que lo están
sondeando? Me lo temía.
Hasta mañana.
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