El general en
jefe, y simultáneamente mariscal Rivero, oteaba el horizonte desde su
privilegiado puesto de mando situado en lo más alto de La Garañona. El vigía Barragán,
eficiente observador, criado y ensolerado en las mismísimas dunas de Corralejo
al socaire de los vientos de sotavento, le había comunicado diez segundos antes
que la calma chicha era la tónica dominante. Llevaba al pie del cañón cincuenta
días con sus respectivas noches. Había sido elegido para tan alta misión por su
rara habilidad de no pegar ojo cuando un superior le encargaba una tarea de tal
calibre. Ni una mísera plataforma petrolífera en estos mares del Norte.
El general,
en su laberinto, creía que podría ser señal inequívoca de que las tropas
enemigas, al mando del pérfido Soria, habían dado un paso más. Es decir, si se
llegaban a atisbar por el sector septentrional, habría significado la hecatombe
meridional. La base logística instalada en el flamante puerto deportivo,
comercial, turístico y ahora reconvertido en base naval, en los aledaños del
Castillo de San Felipe, presentaba un inusitado movimiento militar. A pesar de
la tranquilidad y monotonía existentes allá en los confines de la mar océana,
se había desplegado la guanchancha, con todos sus efectivos y dotados de los
más amplios recursos materiales en la desembocadura del barranco. Prestos para
embarcarse en el más alto operativo jamás pensado. Y mucho menos contado.
Al menos dos
veces al día se sucedían los desfiles hasta los dominios de la depuradora, en
la linde con El Realejo, villa paradigmática de la resistencia guanche y de los
menceyes suicidas, con una demostración castrense sin parangón y a los acordes
de la banda (militar, por supuesto) que interpreta de manera magistral el no
nos moverán, que popularizaran los personajes amigos de Chanquete en aquel
verano azul. Mejor, tropecientos estíos cerúleos. Y que la mayoría de la tropa
en plaza había visionado en sus cuarteles de procedencia en aquellas sobremesas
de aquellas calurosas tardes de aquellos ardientes y reivindicativos meses.
El mariscal Rivero
arengaba a los suyos con machacona insistencia a través de las ondas con el
inestimable auxilio del teniente coronel García. Aunque no desdeñaba, como buen
estratega, cualquier otro medio a su alcance para adormecer a las masas (Jorge
Marichal dixit, a la sazón comandante repsoliano y heredero de vastas
propiedades relacionadas con los sectores hotelero y de la construcción, a
saber de casta le viene al galgo, totufos incluidos). El blog, manu militari,
era martillo pilón cada domingo y lectura obligada antes del toque de retreta.
Los imaginarias de las compañías movilizadas veíanse desbordados por los
noctámbulos que salían al patio en calzoncillos a entonar cantos patrióticos.
Canarios, como los de Teobaldo Power.
Perdimos una
batalla, bramó impertérrito el general (deshaciendo la madeja para intentar
salir de su laberinto), pero la guerra continúa. Removeremos tierra, mar y
aire. Con este nuevo agravio pretenden socavar nuestra moral. Vana pretensión,
Canarias no se va a rendir, que nadie piense, y menos los Tribunales de Justicia
españoles (vendidos, que son unos vendidos), que nos vamos a quedar de brazos
cruzados. Nos rearmaremos y pasaremos al contraataque. Fortificaremos nuestras
líneas y nos defenderemos con uñas y dientes de este colonialismo pestilente.
Abusadores. Y no me toques la oreja…
Rivero hizo
un alto y meditó profundamente. En tal estado de embelesamiento, creyó soñar
con don José. Y se vio llevando a la práctica los postulados del fallecido
editor. Quién me iba a decir a mí… Sacudió la cabeza y dio por concluida la
filípica del día. Cuando iniciaba la retirada (entiéndase en sentido figurado)
hacia sus aposentos, el ayudante de cámara le entregó una nota informativa del
tenor literal siguiente:
“Marcos Brito
se ha pasado por los mismísimos las instrucciones petroleras y, junto con sus
socios del PP, ha desestimado una moción socialista en el consistorio
portuense, ubicado a la diestra (mirando hacia la marea) del amplio
despliegue”.
A punto
estuvo de estallar. El viejo sargento reenganchado lo traicionaba una vez más.
Si no llega a ser por los consejos de su plana mayor, hubiese ordenado dirigir
el par de metralletas que celosamente protegían El Peñón hacia el balcón de El
Penitente. Porque ya estaba bien. Le hicieron ver que, con toda probabilidad,
el alcalde estuviese en los brazos de Morfeo cuando él dictó las órdenes
tajantes. Máxime cuando el precepto se dio a las cuatro de la tarde, momento en
que la sangre se baja al estómago para facilitar el proceso digestivo. Y la
cabeza se queda ida.
Si el viejo
este se hubiese mandado a mudar con Isaac y Ricardo...
Mi general,
el hijo de papá (referíase a Marichal) nos va a seguir tocando las narices
(manera educada de expresar otros términos del léxico cuartelero). Y acaba de
proclamar a los cuatro vientos desde la punta del Faro de Maspalomas que vendrá
más turismo si los pinchazos se llevan a cabo. Que bastará algo de arena rubia…
Y cuando
Paulino se despertó, Coalición Canaria seguía en el gobierno. En un nuevo pacto
con el Partido Popular y abogando por más prospecciones porque las anteriores
habían resultado fallidas. El cuento no especifica si el dinosaurio se había
jubilado. Lógico, es de final abierto. Aunque previsible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario