El que la
presente firma y rubrica fue al urólogo, por vez primera, tras una ecografía
rutinaria realizada por cierto dolor abdominal. No sé la fecha exacta, pero
puede rondar por quince años atrás. El galeno de turno observó que la próstata
presentaba un tamaño desproporcionado y me dio el pertinente consejo.
Efectivamente, el especialista me indicó que existía una hiperplasia y se me
realizó una biopsia para descartar consecuencias indeseadas. Como con la misma
no se detectó nada anormal (malo), y dado que un servidor seguía meando
relativamente bien, pasaron años con una revisión cada semestre.
Los índices
de PSA (antígeno prostático específico), tanto el libre como el total,
siguieron presentando valores que excedían los considerados normales, aunque la
relación entre ellos, en términos de porcentaje, siempre se mostraron dentro de
los baremos establecidos, lo que indicaba que los incrementos de los mentados
valores se debía al excesivo crecimiento del órgano glandular ubicado debajo de
la vejiga.
No obstante,
en cada visita (Hospiten Rambla) al ya amigo Pablo Sánchez Clavero (la
confianza da asco), me indicaba que la tranquilidad se podía ver truncada en el
momento más inesperado (y no te avisa) con el cierre total del grifo. De ahí,
vuelvo al titular, lo de no echar gota. Expresión que es utilizada con
demasiada alegría y harta frecuencia por aquellos gilipollas, me imagino, que no
han tenido la desgracia que le ocurrió a un servidor. Pero, asimismo, a miles y
miles. De los que la inmensa mayoría callan porque les da vergüenza.
Alguno de mis
incondicionales se habrán percatado a estas alturas del escrito que no es la
primera vez que abordo esta temática sanitaria. De la que, como protagonista,
me considero ya medio perito. De la que, incluso, hay unas décimas compuestas
por tal motivo y en las que doy una visión ‘entretenida’ del mal trago sufrido.
Cuando tenga dinero las editaré. Y retomo la cuestión, insisto, para que los
sandungueros de marras hagan el favor de no estar jugando con las cosas de…
mear. Que si jodido es pasar hambre, por ejemplo, más lo es el agarrarte el
colgajo y comprobar que está más seco que un estropajo. Y me salió otra rima.
Como te iba
contando, tal y como preveía (intuía, presentía, vaticinaba, anunciaba,
profetizaba) el versado doctor, llegó el fatídico día del 8 de febrero de 2012
(miércoles). Y me hallaba en Santa Cruz gestionando los preparativos de una
inminente publicación. Como los trámites me absorbieron más de la cuenta sin
poder ir al baño (craso error), cuando por fin lo hice… ¡más nunca!
Vuelta a casa
en el pensamiento, iluso, de que aquello mejoraría y, debido al dolor
insoportable, cada vez más doblado. Urgencias en Bellevue, una espera que se me
antojó de siglos y, por fin, una sonda vesical (ya te puedes suponer el agujero
por la que se introduce; cosa desagradable, por San Telmo y su pasarela) y
vaciado de un litro. Tú no puedes siquiera conjeturar la sensación de liviandad
que se percibe en los bajos en ese instante glorioso en que el líquido transita
libremente hacia la bolsa. Casi se rebosa.
Pero le
siguen semanas de incertidumbre, de darle vueltas al coco hasta extremos
insospechados, de molestias, de tropiezos, de no poder dormir con fundamento,
de sentirte inútil. Y así, minuto tras minuto, hora tras hora hasta el 20 de
abril. Día en el que se me somete a una adenomectomía retropúbica tipo Millin
en uno de los quirófanos del hospital ya reseñado. Te lo explico con idéntica
terminología a la que utilizó el médico: la próstata es como una naranja. Y
esta operación consiste en quitarle los gajos (gomos en canario) y dejar solo
la cáscara. No en extirpar la glándula, como algunos piensan. Que sí se realiza
cuando se detecta un tumor maligno en la misma en un estado tal que otro
tratamiento no puede atajar. Y como en este último caso se afecta, asimismo, lo
que para el hombre es sinónimo de virilidad (la sexualidad), de ahí la fatídica
relación que se establece. Y no entro más en detalles para no caer en la
tentación de recurrir al dicho de la cosa dura mientras dura dura. Va esto
último para los de no echar gota. Para que se callen, que están más guapos.
Gilipollas. Sí, otra vez.
La semana de
hospitalización del postoperatorio, para salir del recinto sin sondas, sin puntos
de sutura y haciéndolo por tus propios medios, es molesta –qué quieres que te
diga– sobre todo los primeros días. Lleno de “cables” por todos lados, apenas
te puedes mover. Y te dan unos espasmos más desagradables que una noche de
truenos. Aunque todo pasa. Y sales para tu casa más contento que un menudo el
Día de Reyes. Con una cicatriz en la barriga como la de un parto con cesárea.
Pero con la alegría de ponerte de pie delante de la taza (receptáculo del
retrete) y volver a sentirte como cuando salías de la escuela de don Andrés en La Longuera, corriendo a
todo meter, hasta la pared de zahorra en la que cada uno teníamos nuestro hueco
(y hasta aquí puedo escribir).
Podría contarte
más entresijos, pero con lo expuesto se puede hacer cada cual la composición de
lugar pertinente. Ahora ponte en mi lugar y cuéntame cómo se te quedaría el
cuerpo si en Facebook, verbigracia, lees una y otra vez al payaso que hace
chiste fácil del hecho, triste y lamentable de ir a mear y no echar gota. Ojalá
tengas que pagar por la lengua, cachanchán. Y para tal acontecer no es preciso
que hayas alcanzado la senectud, lancha rápida.
Tenía preparada
una disertación de la bajada de impuestos que don Mariano ha estimado que ya
tocaba (la simultaneidad con año electoral es pura coincidencia), y mira por
donde. Hasta mañana.
Por si te fuera de utilidad:
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