Dos hechos
puntuales dieron lugar al comentario de hoy. En una foto aparecida en una de
las redes sociales, se suscitó un breve cambio de opiniones acerca de la figura
de uno de aquellos camineros que no ha
tanto se encargaban del mantenimiento de un tramo de carretera. El de nuestra
referencia, Ramón (el señor agachado a la derecha), vivía en la zona de El
Castillo, bien cerca de las fincas de La Gorvorana. Si no me han
informado mal es quien le da nombre a la zona recreativa que nos encontramos
cuando subimos a Las Cañadas. Todavía es posible ver algunas de las casas que
habitaban, y que le correspondían por ley, en zonas de estas islas. Estoy ahora
mismo pensando en una que existe en la carretera que une Fuencaliente con Los
Llanos. Husmeando por ahí hallo lo siguiente:
El peón caminero fue en España el encargado
de cuidar a pie de camino del estado de la carretera en cada legua, unidad de
distancia equivalente a unos cinco kilómetros y medio. En España fue en el
siglo XVIII concretamente en 1759 y durante el reinado de Fernando VI cuando se
creó la figura del peón caminero.
Para la conservación continua e inmediata de
los caminos, se hallaban establecidos en ellos y de legua en legua unos peones
con el título de camineros y uso de bandolera, que están encargados de
practicar en la legua que les está señalada, las recomposiciones que ocurran.
Gozaban de la dotación de cinco reales diarios además de la casa habitación que
tienen al efecto, la que, en los caminos nuevos, está situada en la mitad de la
legua que les está señalada. Las obligaciones de los expresados peones
camineros de bandolera están consignadas en los títulos que se les expedían.
El otro
acontecer fue la lectura de un artículo que expresaba serias dudas de la
eficacia de las empresas encargadas de la actual conservación. Porque, y todos
lo hemos podido comprobar, son demasiadas las coincidencias que merodean alrededor
de estas cuadrillas: están todos sentados porque es la hora (he escrito bien,
la hora) del bocadillo; trabaja uno (bueno, lleva la guataca o la pala en la
mano) y el resto observa la maniobra; dos envían mensajes a través del móvil,
tres fuman y uno piensa y medita... Eso sí, todos bien uniformados y con un
chaleco reflectante que no se lo deben quitar ni para acostarse.
El estado de
las vías públicas es deplorable. La crisis y la falta de giro desde Madrid nos
han llevado a una situación en la que te piensas seriamente cada día si te
conviene sacar el coche del garaje o ir caminando (por mi casa no pasa la
guagua). Ya sé que antes, en la época de los camineros, el parque móvil era ridículo al lado de la
masa actual. Pero veías al hombre con un cacharro de piche caliente y no se le
escapaba un mísero socavón (ahora, antaño era bache, hueco, hoyo o fonduco). Y
las márgenes o cunetas, limpias y sin hierbajos.
En época
veraniega las instituciones públicas (ayuntamientos y cabildos) sacan gente del
paro para destinarla a estas labores. En estos días pasados que visité La Gomera (y a las fotos me
remito), los enjambres (con perdón por mencionar a tan laboriosos insectos) de
amarillos y naranjas (tradúzcase por color de los chalecos) a lo largo de toda
la red viaria, me recordaron varios pasajes históricos o literarios: la
multiplicación de los panes y los peces, el fenómeno de la polinización, las
rebajas en unos grandes almacenes…
Ocho días
estuve recorriendo mil y un rincones. Me los tropezaba en cada curva. Una
hierbita por aquí, un rastrojo por allá… Una podona, un sacho… Uniformes, cada
cual con su coche…
Si me
atreviera a plasmar una sola línea de lo que observaba en los grupos en los que
las mujeres eran amplia mayoría, no me libraría de la lluvia de improperios y
me pondrían como chupa de dómine en menos de que cacarea una gallina. Siento
que el expresar lo que a la vista está pueda causar sarpullidos sociales, pero
estas alegrías con los dineros públicos, y más en época de vacas flacas, merece
una puesta en común rigurosa para esclarecer objetivos y trazar un plan de
actividades que no se traduzca en hoy tocan cincuenta metros y mañana el jefe
dirá. Yo no sé qué demonios nos pasa –a todos– que cuando trabajamos, o nos
llaman a tal efecto, para un organismo público, inmediatamente creemos que el
dinero de los contribuyentes cae como aquel maná que alimentó la tropa de
Moisés. Por cierto, vaya herencia que nos dejó el de las tablas de la ley.
Te dejo con
otra muestra de la isla que tú ya sabes.
DE SILBOS, OTRA VEZ (VII)
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