Jesús se
hallaba ostensiblemente perturbado. Sentado en una molesta silla de tijera y
ubicado en el costado izquierdo de aquella
vetusta mesa, se frotaba las manos una y otra vez. No era solo el penetrante
frío que se colaba por los resquicios de las traviesas de madera de aquel cada
vez más incómodo deposita culos. Que
también. Pero se debía, sobre todo, al general nerviosismo que flotaba en el
ambiente del concurrido salón. Un tufillo, mezcolanza de resquemores y deseos
de notorios cambios, se respiraba sin necesidad de profundas inspiraciones.
Daba la impresión de que los ocultos pensamientos acumulados a través de los
duros años de tragar sapos, se iban añadiendo a la cada vez más significativa
capa formada por el humo de los cigarrillos. Ni siquiera la peculiar atmósfera
viciada fue capaz de hacer disminuir el temor y la sensación temblorosa que
recorría su cuerpo. Y como eran de los mentados como fuertes, bien apestaban
los condenados.
Dejó volar la
imaginación por unos segundos y recordó la cantidad de noches que tuvo que
dejar la ropa, salvo los calzoncillos (¡cuánto pudor!), en la escalera para que
en su casa no hubiese otro sermón al día siguiente. Ahora, cuando los años
transcurridos lo han sumado al carro de los no fumadores, se percata de cuánta razón
tenían quienes debían aguantar aquellos aromas indeseados. Demasiados fueron
los ¡fos! que se intercalaron en conversas y reproches, a cada cual más
ilustrativo o quizás categórico.
Era escaso el
tiempo acontecido desde el finiquito del anterior régimen. Pululaban aún, o se
intuían, acaso, animadversiones de nostálgicos que atisbaban síntomas de
pérdidas del ordeno y mando. Aunque la incorporación cuasi masiva a una
agrupación electoral, en el ánimo previsor de no perder las denominadas cuotas
de poder, podía mínimamente dejar entrever leves resquicios por los que
pudieran colarse aires de libertad. No contaban, probablemente, con que
afloraran otros sentimientos que habían permanecido latentes varias décadas.
Transcurría
la segunda quincena de febrero. La cumbre estaba cubierta por un singular manto
blanco fruto de la última borrasca atlántica. Y en la noche –sí, en una de esas
claras en las que el pelete baja raudo y veloz por quebradas y barrancos–
parecían acrecentarse los temores. No estaba cómodo, no.
La pierna
derecha, apoyada en la otra traviesa, una de las dos que sujetaban las patas, parecía
dotada de movimiento propio. Apenas podía disimular el reiterado meneo que, a
la par, transmitía su longitud de onda al raído mantel rojo con el que se intentaba
dar cierto toque de elegancia al estrado de los improvisados oradores. Aunque
allí nada peligraba. Ni distinguidos centros de mesa ni una mísera botella de
agua con la que aliviar la sequedad de unas gargantas no habituadas a
ejercicios de tal calibre.
Novatos los
oradores y principiantes los escuchadores. Los primeros, no acostumbrados al
palique en público, y los segundos, menos entrenados en la ingesta de potajes
orales. Pero se intuía cada noche ciertas dosis de interés.
Se había
diseccionado el pueblo como antes jamás se programó. Y el boca a boca funcionó.
Cada núcleo de población, grande o pequeño, tuvo cabida en la cuantiosa ración
de mítines. Los más viejos de cada lugar rememoraron aquellos lances que
estuvieron dormidos cuatro largas décadas. Y rescataron fragmentos prohibidos.
Volvieron a sentirse útiles y contagiaron a la generación nacida sin historia.
Sentidos y
prolongados aplausos sonaron en el local iluminado por una tenue bombilla que
pendía del techo, con un vetusto cable paralelo trenzado y que contenía
millones de cagadas de cuantos insectos tuvieron a bien posarse en su trayecto
de apenas un cuarto de metro. Pudo ser blanco, pero ahora era de un canelo
oscuro, tirando a negro.
…
¿Podría ser
el inicio de algo más largo? Podría. ¿Podría ser la consecuencia de la amenaza
de contar, con aderezos literarios, pasajes existenciales? Podría. Pero es tan
corta la distancia del haber y tan prolijo el caudal acumulado en el platillo
del debe, que me temo no vaya a ser posible. Aún. Tengo la intuición –¿o la
certeza?– de que la ilusión murió a finales de los ochenta y comienzos de los
noventa. Seguiré rebuscando en las gavetas. No descarto sorpresas.
Cuando
escucho –a todos– que hay que abrir el partido (reitero: todos, incluso los de
estado embrionario que se nutren de apeados), que se debe decidir con y no por,
que hay que hablar con la gente para que expresen opiniones y cuenten
problemas, que hay que patear cada rincón… me da una risa al tiempo que unos
amagos de arcadas por…
Ya está.
Hasta mañana.
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