Bajó como un
cohete la escalinata del ayuntamiento pero no hizo la parada de rigor en el
Jalea de Menta para mandarse el langostino que le tenían preparado. Estallaba
de euforia cuando enfocó el Pasaje de los Hermanos Toste pues hacía apenas unos
minutos que Mariano le había comunicado que podía celebrar la consulta a cambio
de que abandonara a José Miguel.
No, hombre,
no. No mezcles ni enturbies cual piche pegajoso al uso. El Mariano de allá. El
de aquí ya tenía bastante con apoyarlo a sabiendas que Fernando le apretaría
las clavijas en un futuro casi presente.
¿Que qué
hacía en su ayuntamiento? Sencillo. A la par que disimulaba sacar un
certificado de residencia, fotografiaba cada rincón de las dependencias
consistoriales. Su fino olfato, adquirido en aquellos duros años de escuela en
los altos, le señalaba que no las tenía todas consigo. A pesar del aparente
triunfo en las reuniones habidas con los diferentes colectivos (bueno, algunos
eran más bien individuales) acerca de la pregunta a formular en el ya cansino
tema de las prospecciones, intuía que lo pretendían arrimar como agua sucia.
Pero la
llamada de su homólogo desde la mismísima Moncloa le había hecho cambiar de
manera radical. Se le notaba más hinchado (de regocijo) cuando se asomó a La Garañona y mamó alisio en
cantidades industriales. No le hacía falta meditar el asunto. Él, socialista,
de izquierdas de toda la vida, veía ante sí un horizonte más diáfano. Tanto que
no atisbaba ni una bruma en lontananza. Y si debía volver a los brazos de
Soria, lo haría con sumo gusto y exquisito deleite. No se preocupó por las
posibles causas que habían provocado el cambio de opinión del gobierno
nacional. Aunque se las golía. Que de
olfato presumía. Algo habría tenido que ver el hecho de que ya no ponía gasolina
en la Repsol
del municipio.
Sintió un
ligero cosquilleo en el muslo derecho mientras se rascaba aquello que siempre
pica a los hombres y suele, o suelen, estar en mala posición (por lo del
acomodo continuado). Creyó que el hormigueo de la satisfacción le alcanzaba sus
partes íntimas (o pudendas). Pero no, era el móvil. Echó una visual a la
pantalla y en su rostro se signó una mueca de marcado acento insatisfactorio.
Creía que podía ser Ángela para reprocharle que hubiese dejado enfriar el
crustáceo (piensa con total libertad).
–Dime, Jose,
¿qué pasó? ¿Por qué me llamas a horas tan tempranas? Para ti, claro, que yo
llevo en pie desde las cinco de la madrugada y ya me di las zancadas de rigor
por la carretera vieja.
–Chacho, Pau,
que me acaba de mandar un guasá desde
la capitá el Antona y me espeta que
el pacto (el nuestro, el del amor eterno y para siempre jamás, ¿te acuerdas?) no
llega a las doce de la noche.
–¿Seguro que
fue Asier?
–No, ayer,
no, hace un rato.
–Mira a ver,
entérate bien, te noto nervioso. ¿No sería Manolo, el de La Chistera?
–Para bromas
estoy yo, como si no tuviera bastante con el forúnculo o divieso de Matos.
–Respira
hondo, hombre. ¿Dónde estás?
–En La Puntilla echando unos
lances.
–Pues
relájate que lo mismo pescas un salmón, perdón, un cabozo.
–Mira, mejor,
escucha, yo tengo que darme un salto…
–Ni se te
ocurra venir en el helicóptero.
–Que no,
sabes que no me gustan esas cabinas telefónicas con hélice. El billete de
Binter siempre está reservado. Te decía que debo acudir al Realejo a resolver
un fichaje estrella…
–No me digas
que Oswaldo se pasó para La
Cascabela.
–Coño, para guasas
está la cosa.
–Es que de
ser así te regalábamos un par de ellos más y te salía un pack ahorro.
–Vale, a lo
mejor me conviene. ¿Nos vemos en El Miniño y nos echamos un barraquito?
–No, que a lo
peor nos ve el pesado de Marcos. Mejor en El Tijarafe. Si a Milagros debo
nombrarla consejera…
–No te
entiendo. Ños, esta confusión puede acabar conmigo.
–Y no vas muy
descaminado. Bueno, José Manuel, a las cinco en punto.
–¿Me llamaste
José Manuel?
– Estás peor
de lo que pensaba. Seguiremos conversando esta tarde. Hasta entonces.
Y no esperó
la respuesta. Ni la situación era nueva ni le disgustaba. Al contrario. Volvió
a sonreír. Esta vez para el lado derecho. Se echó a andar mientras silbaba El
camaleón, de King África.
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