Pleito en el
que se reproduce la controversia que se deriva de la colisión de dos derechos
fundamentales: la libertad de expresión y el derecho al honor, ambos de
proclamación constitucional. Este último es un derecho de la personalidad
autónomo, derivado de la dignidad humana (entendida como dignidad personal
reflejada en la consideración de los demás y en el sentimiento de la propia
persona), y dirigido a preservar tanto el honor en sentido objetivo, de valoración
social –trascendencia– (entendido entonces como fama o reputación social), como
el honor en sentido subjetivo, de dimensión individual –inmanencia–
(equivalente a íntima convicción, autoestima, consideración que uno tiene de sí
mismo) evitando cualquier ataque por acción o por expresión, verbal o material,
que constituya según ley una intromisión ilegítima.
La
delimitación de la colisión ha de hacerse caso por caso, sin que puedan
establecerse apriorísticamente límites o fronteras entre uno y otro derecho.
Aun teniendo en cuenta la posición prevalente, que no jerárquica o absoluta que
sobre los derechos denominados de la personalidad del artículo 18 de la C.E. ostentan los derechos a
la libertad de expresión e información. Pese a tener estos un ámbito más
amplio, se repelen los términos vejatorios o injuriosos, innecesarios porque la Constitución no
reconoce el derecho al insulto.
Para que una
expresión se valore como indudablemente ofensiva o injuriosa, y por tanto
lesiva para la dignidad de otra persona ha de estarse al contexto en que se
producen, a la proyección pública de la persona a que se dirigen, a la gravedad
(determinada entidad o inequívocamente injuriosas o vejatorias con frases
ultrajantes).
En el caso de
que no se identificara al actor por su nombre y apellidos no es óbice para
excluirle como destinatario, pues basta con que el sujeto pasivo de la ofensa
sea identificado de cualquier modo o forma que no deje lugar a dudas. No es
indispensable que las imputaciones vayan dirigidas a personas perfectamente
identificadas por su nombre y apellidos, bastando que se hagan constar datos,
circunstancias o detalles que hagan fácilmente identificable al sujeto contra
el que se dirigen.
Excede del
derecho de libertad de expresión los insultos y expresiones que quedan al
margen de la actividad profesional. En nuestro ejemplo: la tonta del bote que
les lleva la bacinilla de las siete meadas, periodista perjura, colega bobona,
inutilidad absoluta, Demóstenes de nuevo cuño, Belén Esteban de andar por casa,
Doña Croqueta, vieja, jubileta, personaja, etc. resultan excesivas,
innecesarias y claramente obedecen a un afán difamatorio.
No pueden
aceptarse los argumentos de la parte recurrente en cuanto a lo generalizado que
está el insulto en nuestra sociedad (ejemplo palmario de la impunidad que se
pretende: La procedencia de cada cual me la suda por delante y por detrás…)
pues sería lamentable que los lectores estuvieran acostumbrados a leer
vulgaridades y expresiones soeces que en nada ayudan a la formación y solo
sirven para degradar una profesión que tiene como finalidad la comunicación de
noticias pero también la de acercar la cultura a sus lectores.
Las
expresiones proferidas no pueden quedar amparadas por la libertad de opinión,
sin que pueda entenderse que de este modo se prive de su libertad de expresión
a quien desea pronunciarse con mayor o menor dimensión crítica sobre una
persona, puesto que dicho pronunciamiento es, sin duda, constitucionalmente
legítimo, incluso manifestado con toda la crudeza que se desee, pero siempre
con el infranqueable límite de no recurrir al empleo insistente de expresiones
desproporcionadas, sin conexión necesaria con la crítica expuesta y
abrumadoramente reiteradas en el tiempo.
Todos los
demandados deben ser considerados responsables por igual, al haber actuado de
consuno en esa campaña denigratoria repartiéndose en sus respectivos espacios
de opinión los ataques, maledicencias e insultos contra la demandante.
[…]
Es un
extracto a vuelapluma de la sentencia dictada por la sala cuarta de la Audiencia Provincial
que confirma la resolución del Juzgado de Primera Instancia número 4 de Santa
Cruz de Tenerife en la que “alguien” había demandado a dos periodistas por
‘pasarse de la raya’. O tres pueblos.
Como ha sido
muy instructiva su lectura, espero que ustedes, con este resumen que les brindo
(si desean ampliar conocimientos, pueden hacerlo pinchando en el enlace que
dejo al final), establezcan comparaciones con ambientes no tan lejanos. En los
que tertulianos se metamorfosean en chanchulianos
que escupen mala bilis sin opción a la menor réplica (derecho al insulto, que
cita la sentencia), en los que medios públicos juegan con nuestro dinero en
espectáculos audiovisuales de muy difícil digestión (ahora algún candidato
propone que la Autonómica
retransmita la lucha canaria en vez de lo éticamente deseable), en los que
entrevistadores se entrevistan y relajan en jacuzzis de vanidad… Y no sigo.
Saben mi opinión de este particular tiempo ha. Desde que nos acostumbramos a
los ‘animales exóticos’, hemos sido demasiado permisivos con las sueltas
indiscriminadas. Y vamos de disgusto en disgusto. Si acabamos en epidemia,
muchos habremos tenido la culpa. Ojalá el veneno de tanta víbora (metáfora pura
y dura) siga tropezando con magistrados que distinguen la paja del grano. Te
juro que leía el texto con verdadero deleite y en las retinas se me
fotografiaban personajes, personajillos
y personajuchos (en cursiva porque no
están recogidas en el diccionario, pero tú las entendiste igual que yo). Y como
me siguen contando aventuras –ya saben que por prescripción médica escribo
mucho más que lo que escucho o veo–, estoy convencido de que más fallos de este
tipo habrán de venir. Bueno sería que junto a ellos se incluyera la obligación
del bozal. Como con cualquier animal se estipula en las ordenanzas municipales.
Y el enlace
(les recomiendo detenida ojeada):
Hasta mañana.
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