Este pasado
viernes, a eso de los cinco (o próximo a las cinco, que decía mi madre), que es
la hora del té, y dado que no había reunión familiar porque quedamos para una
comida de piñas de millo el sábado, salí a desgastar los tenis.
Conduje hasta
Romántica I, me introduje por la calle Buganvilla y aparqué al final. Justo en
el instante en que un hermoso rebaño de cabras (me imagino que algún macho
también iría, aunque de lejos la vista no me alcanzó a vislumbrar el carné de
identidad), tras regar la calzada de unas elegantes y abundantísimas cagarrutas
(unas más sólidas pero otras diarreicas perdidas), se desviaba hacia los
terrenos aledaños al Hotel Panorámica. Sospecho que irían a saludar a los
viejos peninsulares del Imserso.
Cuando me
bajé del fotingo, cuatro extranjeras aún obtenían las últimas instantáneas del
improvisado (o a lo peor no) souvenir. Espero y deseo que no las hayan
confundido con las restingolitas herreñas.
El tramo
comprendido entre la calle citada y el sendero que otrora se denominó turístico
o del agua, para qué contarte. De lástima. Amén del tufo, claro (deduje en esa
instante de impregnación pituitaria que ‘cabrones’ también iban). No me quedó
más remedio que adelantar a las foráneas aludidas (a pesar de mis años) porque pensé que si
alguna se deba un costalazo me tocaba ejercitar mi bien cuidada musculatura.
Así que sacudí la cabeza y tiré pa´lante, no sin antes darles las buenas
tardes. Aquello no está ni para animales. Y existe una roca que me da que un
día de estos va a provocar una desgracia. Avisado queda y me eximo de
responsabilidad.
Cuando puse
el tenis izquierdo (es una manía) en la senda, tomé hacia Gordejuela. E iba
recordando que hace cincuenta años trabajé como un petudo bajando aceite para
los motores de la elevación. ¿Cuántos viajes daría por aquellos escalones? Y yo
llegaba al lugar por otro camino que existía en una cota inferior. ¿Mi sueldo?
No alcanzaría hoy el valor de un euro, pero yo era rico con las 50 pesetas que
me correspondían. Pero eso lo contaré en mis memorias.
Qué pena de
dinero invertido. Aquello presenta un panorama desolador. Se observa, estimado
alcalde, que el ganado caprino ha realizado un buen trabajo. Y por si fuera
poco el destrozo de las susodichas equilibristas, el plástico ha ocupado el
lugar y espacio de las plantas que antaño hubo en la zona. Fui un poco más allá
del camino de La Merina,
me asomé a la Casa
de Castro y pensé en preguntar si alguien sabe qué porcentaje de las palmeras y
dragos sembrados han hecho los deberes de cumplir el cometido para el que
fueron depositadas en el hoyo pertinente: pegar a crecer.
Los derrumbes
de lo que fueron paredes de las plataneras de la finca de Yeoward (porque los
cabreros, me imagino, se empeñan en que las lecheras salgan por ahí) se unen a
los cientos de excrementos de los que sacan a pasear sus lindas mascotas (y
piensan que la mierda no es para el que la produce sino para el que la pisa).
Si le unimos que el efecto de la maresía ha causado estragos en el cemento del
pavimento, solo nos queda el consuelo de que las vistas hacia el mar son de cine
y que la brisa marina te despeja de tal manera que olvidas olores que provocan narices
urbanas y texturas indeseadas.
Cruce
Romántica II y bajé hacia Los Roques. Eché en falta la frondosa vegetación del
Gran Parque de La Fuente
que prometiera José Vicente allá por los finales de la década de los ochenta
del siglo pasado y que iba a ser el pulmón de La Ladera, Los Beltranes, El
Marqués, El Toscal, La
Gorvorana, Los Molleros, La Longuera, La Zanjita y, si me apuran,
Piris y El Patronato. Este tema tiene trasfondo (irá también en las memorias)
porque los dos principales defensores, acérrimos ecologistas, de que aquella
finca permaneciera virgen, acabaron vendiendo las selectas “conejeras” que hoy
podemos observar en el costado del poniente de la bahía que conforma la playa.
Donde vivía Balbina, la viuda de Deogracias.
Pretendía
seguir hasta El Maritim, pero a la altura del Roque Grande y La Pata me encontré a Pedro
Felipe Acosta. Y allí concluyó la ida del pateo porque estuvimos charlando
fuerte rato y al acecho de una pareja de halcones (ya no recuerdo de qué marca
eran). Hasta yo agarré un rato los gemelos para recrearme la vista en los
parajes que tanto transitamos en años pretéritos de juventud. Por cierto, los cardones
del Roque Grande se han secado. No será por los excrementos de las muchísimas
palomas que lo poblaron, pero que servirán de alimento, me imagino, a las
rapaces.
Qué bonitos
quedan los documentales cuando los ves sentado cómodamente. Pero cuánto sacrificio,
abnegación y tiempo hay detrás. Mi admiración a la santa paciencia que luego se
plasma en unos minutos de grabación. Mi consejo fue que tuviera cuidado en
aquellos desriscaderos en unos taludes sin demasiada consistencia.
A la vuelta,
pensaba. Cuánto ha cambiado la película. Tanto que hoy la política es una
profesión. Sí, ve a Facebook y observarás que abren una página y se encasquetan
la etiqueta antes de que cante un gallo. Nadie se pone maestro, fontanero o
reponedor en Mercadona. Político, que viste más y es buena señal para la
permanencia. Aunque elección tras elección nos sermoneen –todos– con el valor
de cambiar. En el pasado de ayer mismo nos conformábamos con ser gestores.
Me senté un
rato antes de llegar al coche, contemplé cómo las olas rompían en el acantilado
de Los Llanos de Méndez y ya no pensé más. Me mandé el medio litro de agua y me
vine para casa. Tanto estudiar, tanto trabajar, tanto implicarte en mil y un
asuntos y todavía estás a varios años luz de los sobradamente preparados
actuales. El que nace lechón, se muere cochino.
Hasta mañana.
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