jueves, 29 de enero de 2015

Club nudista

Era un señor de unos 85 años, bien acomodado (tanto económica como físicamente; a saber, de buen ver todavía), viudo, que vivía en el sector elegante de la ciudad y que un buen día localiza en Internet las condiciones exigidas para darse de alta en un club nudista.
Tras casi memorizar cada requisito, las obligaciones que debía contraer y los derechos a que se hacía acreedor (menos algunos que no leyó por tratarse de la letra pequeña que siempre se pone al final, a la que nadie hace caso y luego viene a resultar de especial trascendencia en caso de plantearse algún tipo de conflicto… y hasta aquí puedo leer), rellena la correspondiente ficha de inscripción, efectúa el pago de la ‘matrícula’ mediante la oportuna transferencia bancaria y argumenta en el apartado de observaciones que la próxima semana comenzaría con las visitas a la sede social.
En el ínterin, recibe por correo certificado el carné (con la foto había pasado sus primeros apuros porque podrás intuir que debía ser de cuerpo entero y ligero de equipaje), una placa identificativa (que buen rato estuvo pensando dónde se la colgaría) y un frasco de colonia (ellos sabrían el porqué).
Como se dejó manifestado más arriba, el lunes siguiente se presenta nuestro hombre en la puerta del recinto acotado. El vigilante comprueba que su documentación está en regla y le concede permiso para acceder al espacio reservado. Se dirige a la recepción y una señorita le señala cuál es la taquilla que a partir de ese momento pasará a ser de uso exclusivo. En el momento en que le hace entrega de la llave y de un plano de situación de las instalaciones, se percata de que la susodicha viste elegantísimo traje de Eva en el Paraíso. Pero los nervios de la primera vez hicieron posible que no le prestara demasiada atención. Y fue una lástima, claro.
Tras dejar los bártulos de guerra en la cabina (aquello debía ser zona de paz y amor) y asomarse, ya con sus aparejos al aire, unas tres veces por si había moros por la costa (frase hecha), sale del escondrijo con ánimos renovados de enfrentarse a la dura realidad. Silbando la banda original de El puente sobre el río Kwai, dirige sus primeros pasos hacia la playa. Era la ilusión que lo animó a solicitar el ingreso. Quería comprobar la fresca sensación de sentir el batir de las olas en los fondos bajos. O bajos fondos. Sin cortapisas. Sin barreras.
Poco a poco, mientras sentía el calorcito de la arena en las plantas de los pies, se fue soltando. Y no perdía detalle de todo lo que abarcaba su campo de visión. Cayó la casualidad, o quizás no, que tuvo la fortuna de pasar por el lugar en que una rubia de cuerpo prohibido, elegantísima, leía una revista (o contemplaba las fotografías de ya te puedes suponer qué temática) en la posición decúbito supino (a saber, con todos sus atributos a la vista y en perfecto estado de revista), tiene (o sufre) el protagonista de esta historia una manifiesta erección.
La señorita (veintipocos) se percata del inicio de la embarazosa circunstancia, se levanta y se va hacia el viejo (vamos a llamarlo ya por su apellido):
–¿Me llamaba, usted?
–¿Cómo? –acierta a balbucear el excitado (estimo que va con dobles) caballero.
–Sí, entiendo por su… bueno, por su…, usted ya me entiende.
–Pues no, no entiendo absolutamente nada.
–Ah, claro. ¿Es nuevo, verdad?
–Nuevo, lo que se dice nuevo…
–Me refiero a si es su primer día en el club.
–Efectivamente.
–Deduzco que no se leyó este apartado, pero no se preocupe, yo le explico…
–Joder –pensó para sus adentros– la letra menuda,  va a ser eso…
–Hay una norma de obligado cumplimiento y es que cuando un hombre pasa ante una señorita, o señora, y le ocurre lo que a usted ahora mismo, es que se halla dispuesto a pasar un rato ameno y agradable en una de esas casetas que ha visto en su recorrido playero.
No hizo falta más aclaración. Allá se fue la pareja y aunque te cueste creerlo, el octogenario cumplió con sus deberes.
La sonrisa que esbozaba cuando continuó con el paseo era digna de ser grabada. Cada diez pasos daba un saltito. Parecía que le habían quitado una docena de años. Tan distraído, alegre, contento y feliz iba que al cruzarse con un negro (madre mía con el ejemplar) se le escapa sonora ventosidad.
–¿Me llamaba, usted?
–Perdón, no comprendo.
–Claro, usted es nuevo y…
–Ay, Señor, que no sea cierto lo que estoy pensando –se dijo en un tono apenas audible.
Pues sí, aconteció lo que has imaginado. Aquella salida inoportuna de gases era otra señal. Y tuvo que ir con aquella mole (en todos los sentidos) a otra de las casetas, aunque en su cara solo se atisbaba preocupación. Mejor, miedo o pánico. Y no era para menos. Aquello que colgaba cual badajo de campana asustaba. No entro en detalles, pues tampoco lo estimo necesario.
Salió el primerizo (en el club) de esta segunda experiencia con dolores por todas partes. Y no de reúma. Cogió el camino de regreso con muchos altibajos. Más bajos que altos por razones obvias y que no vienen al caso. Parecía una carreta vieja. Le chirriaban todos los huesos, sobre todo los de cintura a los pies. No diré que se arrastraba, aunque viéndolo de lejos se diría que sí.
Como pudo alcanzó la recepción. Y a fe que en esta ocasión sí pudo admirar que aquella moza que atendía al personal no desmerecía muchas décimas de la que se encontró en la playa.
–Señorita, vengo a darme de baja.
–¿Qué me dice? Si hoy es su primer día. ¿Tuvo algún inconveniente?
–Nada, no quiero entrar en detalles. Es más, quédese con los 500 euros de la fianza por las molestias.
–Caballero, habrá una explicación para adoptar esta medida tan drástica.
–Claro que la hay, y se la daré con sumo gusto. A mi edad, lo normal es que tenga una erección al mes, con la que voy debidamente servido, pero le juro por lo más sagrado que cada día se me escapan más de cuarenta pedos.
Cuídense. Hasta mañana.

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