Ayer, próximo
a las once (expresión favorita de mi madre), iba hacia Puerto de la Cruz
acompañando a mi mujer a la sesión diaria de rehabilitación en el Centro Médico
Tucán (hago publicidad a uno de mis alumnos de la quinta del 74 que ahora es
gerente de dicho establecimiento). La radio del coche, conectada, como siempre.
Y antes de llegar, el mazazo del accidente aéreo en los Alpes franceses.
Camino una
hora por la zona de La Paz
y llevo conmigo un pequeño receptor con el que sigo informado. Para no
aburrirte con el relato detallado, te diré que hubo raciones extras, hasta que
me fui a acostar, de prensa, medios audiovisuales convencionales y también
reiterados asomos a las redes sociales. Menos mal que no tengo móvil, me dije;
y me alegré.
Tal fue la
indigestión que sigo enfermo. De rabia, de dolor y de pena. También de duelo.
Tristeza infinita por las víctimas, por sus familias, por un entorno que se volvió
negro en un santiamén.
Cólera por la
parafernalia. Y a ese tipo de periodismo que practican algunos, mi rechazo más
absoluto. Porque no es información, verbigracia, correr en el aeropuerto detrás
de un afligido hermano, padre, sobrino, primo… para preguntarle ¿qué? Buitres,
alimañas, sabandijas… ¿Más ejemplos? ¿Solucionamos algo?
Como los que
recurren al chiste fácil (cuánta osadía, desfachatez, imbecilidad, insolencia,
desvergüenza…) del catalán. O el bufete que se promociona con la desgracia para
anunciar testamentos, herencias y la madre…
No, hoy no
quiero escribir, no me apetece hacerlo porque sé que puedo meter la pata. Pero,
y ya lo he manifestado en más de una ocasión, me pregunto si ha valido la pena
estar quemando pestañas en las clases durante casi cuatro décadas a la vista de
lo que se guisa. De los estudios de Ciencias de la Información, mejor me
callo.
Hoy, luto. Lo
siento. Mañana, quizás me encuentre más aliviado.
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