Llevamos unos
días de ritmo frenético. Proliferan las presentaciones de las diferentes
candidaturas y en todas las reseñas comprobamos que los recintos se han llenado
hasta la bandera. Las redes sociales no dan abasto para poder colgar ingentes
cantidades de fotografías. En los discursos, casi más de lo mismo. Como el
auditorio suele ser incondicional y los manuales están para ser llevados a la
práctica, aplausos, silbidos a la americana e interjecciones al uso. El ánimo
que no decaiga porque todos van a ganar.
Los
aspirantes de mayor alto rango (Parlamento o Cabildos) deben realizar ímprobos
esfuerzos para poder cumplir compromisos. Y se meten unas fufas de no te
menees. Normal, sus viveros de votos están en los pueblos. Y el darse a conocer
implica recorridos de muchos kilómetros. Hay jornadas en las que acaban
rendidos, exhaustos. Boquiando, que
diríamos en plan coloquial.
Cuando yo era
joven (hace de eso muchísimos años) no existían estas parafernalias. Pero sí
mítines. Y sentías la cercanía de las gentes. Muchas de las cuales te lanzaban
las propuestas de posibles actuaciones en vivo y en directo. Al realizarse en
recintos abiertos, el control que existe en la actualidad no entraba ni en los
cálculos del que más imaginación tuviese, por lo que era frecuente que algún
asistente te increpara, o te dirigiera una pregunta que te dejaba en treinta y
tres. O más. Y se reunía un buen elenco de espectadores, no te vayas a creer.
Las nuevas
tecnologías han dado un salto de tal calibre que ahora se juega muchísimo a la
carta del Facebook, por ejemplo. Lo malo, a mi modesto entender, es que nos
pasamos. Y sostener a estas alturas que sigue existiendo un importante grupo de
gente que ni siquiera sabe donde queda el motor de arranque de un ordenador, es
difícil de captar por los que transitan por las primeras décadas de su
existencia. Toma como ejemplo a los chavales que ves por la calle y que van
hablando de sus cosas sin abrir la boca. Les basta con el móvil. Es la manera reciente
de distanciarnos aún más y de encerrarnos en el caparazón del yo sin mis
circunstancias.
Se me
achacará que he llegado tarde a estas modernidades. Cierto. Pero las uso. Y con
frecuencia. No me provoca escozores el aprender a desenvolverme por estos
vericuetos. Es más, me gusta. Pero no dejo de reconocer que con el abuso,
también en política, tendemos a perder frescura, cercanía, contacto directo. No
pretendo que saquemos la sillas allá por la tardecita, cuando el sol ya ha
tumbado lo suficiente, para la charla vecinal a pie de calle. Los viejitos sí
nos acordamos. Porque cualquier tiempo pasado no fue mejor, pero esa sensación
de ir por libres, que no con libertad, nos hace olvidar que al lado nuestro,
casi siempre, va alguien. Y debemos dar el paso para que sea nuestro
confidente, más que nuestro acompañante.
Este retrato
o perfil político que dibujo es –suele ser– el de aquel que una vez alcanzado
el objetivo se adocena de tal manera que pierde el escaso trato que le restaba
con sus semejantes y se encierra en su particular burbuja durante tres años y
ocho meses. Los otros cuatro, ya te puedes imaginar a qué los dedica. Ahora
mismo están en ello.
Yo tenía que
haber estado este pasado sábado en el Hotel Panorámica. Y no en un viaje del
Imserso, sino en la presentación de la candidatura que encabeza Miguel Agustín.
Que es la del mismo partido por el que me presenté en 1983 a las municipales
realejeras. Al que sigo siendo fiel, a pesar de mi no militancia, porque no es
cuestión de gustos sino de convicciones. Pero después de tres días de lijar y
pintar no me hallaba en condiciones ni de aplaudir. Y me acosté a las ocho de
la tarde. Me dolía hasta el DNI. Para mayor satisfacción de los huesos, esa
misma mañana, adecentando un chozo que mi hijo tiene en Las Abiertas, le di
fuerte cabezazo a un bidón de pintura que cuelga de una viga de madera y recoge
el agua de la lluvia (haz cálculo de su estado, que debemos recoger aguas
pluviales a la antigua usanza de cubo y barreño), con tan buena suerte que me
cayó en la espalda y me signó la marca de que los años no pasan en balde.
Como creo que
es un grupo de gente amén de preparada, ilusionada, cuenten con mi apoyo. La
hora del compromiso es la del momento en que depositas la papeleta en la urna.
Y porque me da la gana, mi voto no es secreto. Es público y notorio. Y no hace
falta estar pinchando en Me gusta ni dorando la píldora. Me causa cierto
estupor las actitudes de los correveidiles y palmeros (que dan palmas) de turno
hacia los que por mor de errores ajenos, que no de méritos propios, están
aupados al machito. Algunos de los cuales, que se les llena la boca al
manifestar que gobiernan para todos, son tan radicales y sectarios que te
eliminan del círculo de sus amistades por estimar que comentarios como el
presente no tienen cabida en una sociedad en la que es fundamental el derecho a
la libertad de expresión. Viva el vino.
A los que le
quede alguna duda, debe pasar de tres mil el número de artículos de opinión que
han visto la luz surgidos del magín de un servidor. Desde La Corona, De reojo, desde El
Asomadero y los avatares de Pepillo y Juanillo. Nadie puede arrogarse el
‘privilegio’ de haber sido más crítico con el PSOE. Pero de ahí a caer en la
babosería que contemplo en muros (públicos) que buscan protagonismo barato,
dista unos miriámetros de distancia. El periodismo que ejerzo o practico no se
ha inmiscuido casi nunca en el capítulo informativo. Para eso están los medios
tradicionales. Como las opiniones son libres, cada día me lanzo por esa
pendiente. Y me mojo, claro. Por ello a los del PP no les caigo bien. Para que
se sumen otros, les cuento que no me gustan los fuegos y que el 3 de mayo de
cada año suelo desaparecer del pueblo. Me enerva que se generalice el olor a
pólvora como componente del ADN de los habitantes de la Villa de Viera. Otra
condena. Más penitencia. Y amén.
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