Me duele La Gomera. Enormemente.
Porque esa isla, ya lo he contado, significó mi primer viaje allá por el verano
de 1962 y marcó huella indeleble en el carácter de un muchacho al que se le
abrían horizontes más lejanos que aquellos que conformaban sus ‘dominios’ en
una enorme finca de platanera en La Gorvorana realejera. No eran cuatro
paredes, pero sí cuatro muros delimitados por los cedros (cupressus) que
protegían de aquellos terribles vendavales.
En ese año se
inauguró el viejo campamento de El Cedro. Muy cerca de Las Mimbreras actuales.
Con piscina incluida. A modo de balsa artificial en el cauce del riachuelo. Y
el correíllo La Palma
fue el encargado de trasladarnos en uno de aquellos largos trayectos desde la
capital tinerfeña, del que recuerdo el singular mareo (no eché más porque ya no
quedaba en aquel estómago sino bilis asquerosa que me tuvo varios días sonado
como unas maracas) provocado por aquellos zarandeos, justo al lado de varios
sacos que contenían el gofio que luego debía ser ingerido en los días de
estancia cuasi cuartelera.
Después, ni
te cuento la cantidad de ocasiones en que he recorrido sus caminos y senderos.
Fue La Villa, y en concreto los Apartamentos San Sebastián, del amigo Manolo
(alguna conversa tenemos pendiente), mi lugar de hospedaje durante muchísimos
años. Ahora, en estas últimas visitas, me dedico a alojarme en diferentes
establecimientos. Se nota que el espíritu rebelde y aventurero aún no me ha
abandonado. Si en febrero pasado estuve en Las Hayas hablando con Efigenia, ve tú
a saber dónde recalaré en la próxima. Que siempre está a la vuelta de la
esquina.
Pero hoy no
tocaba hablar (escribir) de mí. Ni de mi libro. Sino de la convulsa situación
preelectoral que se vive entre lomas y quebradas, entre roques y barrancos,
donde los ayes y lamentos de avatares de un pasado histórico cargado de
aconteceres trágicos se silban entre la bruma que preña de humedad un monte que
es orgullo de la Humanidad. Y
que se retuerce de rabia e impotencia ante espectáculos de tanta enjundia.
Nadie soy, ni
motivos me asisten, para dar o quitar razones. Pero una llamada a la cordura se
me antoja justa y necesaria. Porque uno que ha escuchado opiniones surgidas en
charlas más o menos sosegadas, provenientes de todos los sectores del amplísimo
espectro político, se siente legitimado para expresar pareceres a base de
obtener la media aritmética de todo lo percibido. Bien consciente de que la
verdad absoluta no se halla en el fiel de esta o aquella balanza.
Es hora de que nuestros ciudadanos intervengan, guiados
del mejor espíritu, en las actividades políticas para llevar a sus centros
superiores y directivos aquellas personas capacitadas, honradas, libres e
independientes que sepan administrar con toda justicia y toda verdad, en nombre
del pueblo, único legal mandante, los bienes colectivos, derrumbándose en este
instante, por su propia insuficiencia e ilegitimidad, el imperio caciquil,
legendario en esta isla. Fragmento de un artículo periodístico que vio la
luz en agosto de 1930. Se titulaba “La juventud gomera y su programa”. En ello
estoy sumergido y ya daré a conocer algún que otro aspecto del particular.
De las
prácticas caciquiles mucho he oído. Aunque también la elocuencia de muchos
silencios me ha proporcionado bastantes elementos de juicio y algún que otro
escozor. Insisto, ni doy ni quito razones. Pero lo manifestado este pasado
primero de mayo por algunos mandamases (amos, cabecillas, jefes, dueños…, qué
rico nuestro léxico) constituye un ataque frontal a la más común de las
inteligencias. Y como no hay peor ciego que el que no quiere ver, me extraña (me
molesta, me duele) que no se despierten conciencias aletargadas, cuando no narcotizadas.
Una fiesta
del trabajo secuestrada por políticos profesionales para reivindicar, qué digo,
reivindicarse. Y disparar a mansalva contra el enemigo, que no adversario. Al
que otrora comía en idéntico pesebre y que por un quítame allá ese afrecho ha
pasado a formar parte de otro corral, como si el ácido desoxirribonucleico
fuera adhesivo de quita y pon.
Debe ser que
la precariedad laboral se combate con arengas que aplauden estómagos
agradecidos, vasallos serviles que siguen a pie juntillas dictados del que fríe
las papas (burda manera de expresar lo del mango de la sartén), reparte gorras,
inaugura locales y ubica los peones en su tablero. Cuánta generosidad, cuánto
capital desperdiciado.
“Frente a la
política del puesto y el salario, nosotros ofrecemos un proyecto de futuro, un
proyecto ilusionante, de un grupo comprometido y serio, de trabajo riguroso y
de políticas claras y transparentes, porque nada tenemos que ocultar. Cumplimos
lo que prometemos, otros no pueden decir lo mismo”.
Los otros son
los que hasta ayer navegaban en la misma línea interior. Los que siguen en el
barco –o los que desembarcaron, que ya es tal el lío que no se sabe el que va o
el que viene– sostienen que nada más llegar abrirán las ventanas de la
transparencia. Y denuncian usos propagandísticos utilizando medios
institucionales. Eso, el camarote de los hermanos Marx.
Ojalá de
tanto cerrar y abrir se produzca una corriente de aire del suficiente calibre
como para dar más que quebraderos de cabeza (es imposible que se incrementen)
sacudidas que sitúen en el hueco conveniente las neuronas descarriadas.
Lo mismo
sería menester nombrar una gestora que ponga orden y concierto en una isla que
aún es silencio amordazado. Que ejecute una campaña para desintoxicar
espíritus. Que haga posible este fragmento de Ojos que no ven (Pedro García
Cabrera):
Ni somos
descendientes
de una lengua cortada
ni queremos sudar
hiel y vinagre
ni seguir siendo
súbditas
de una feria de
olvidos.
No deseamos otras
pertenencias
que
no sean las alas de los vuelos.
Porque me
duele La Gomera
siento hondísimo penar. A pesar de todo, y de ellos, seguiré vagabundeando por
tus lares. Hasta mañana.
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